La meva llista de blogs

Invierno


El viento se ha tornado gélido y cortante. Una vez dentro de casa, me quito la bufanda y el abrigo y me pongo el batín. Me siento en el salón y veo en la televisión que en las montañas hay un manto de nieve que emblanquece sus laderas. En un remoto pueblo, unos lugareños armados de palas, despejan de nieve las calles y las entradas de sus hogares, mientras una espesa cortina de copos de nieve difumina sus siluetas. Desde mi casa, al confortable calor de una estufa, recupero el aliento y las ganas de recordar las frías calles de mi ciudad. Sigo mirando la televisión al tiempo que me arrebujo en mi sillón favorito al socaire de mi mantita verde que siempre me acompaña en estos fríos días. En silencio, saboreo con verdadera fruición mi privilegiada situación. Al amparo de los cercanos desvaríos climatológicos que golpean mi ventana, yo me siento sumamente fuerte y capaz. Sé que es una sensación imaginaria, pero me gusta sentirme así. Hay quien dice que esta percepción de seguridad que nos produce estar a salvo de la lluvia, del viento, del frío glacial, nos viene de remotos tiempos, de antes de nuestra infancia, casi de otra vida, de cuando estábamos en el claustro materno… no sé, pudiera ser que sí. Bien pensado, me gustaría que fuera así, que aún conservara retazos y memoria de aquellos tiempos no natos. La verdad es que pensarlo estimula mi imaginación. El tiempo se derrama todo de golpe sobre mí y se diluye. Y desaparece. Todos mis pensamientos se tornan suaves y mullidos; me abrazan y me envuelven dulcemente. Fuera se oyen los ateridos ladridos de un solitario perro. Luego, silencio. Únicamente el viento al arañar el frío cristal parece murmurar algo, pero yo no le presto atención. Sólo dejo pasar despreocupadamente el tiempo. Sin mirar el reloj. El tiempo es algo que me sobra. Lentamente hundo mis manos en los bolsillos. Aprieto los puños de pura satisfacción. Una sonrisa imperceptible queda dibujada en mis labios. Sigo mirando la televisión. El invierno ha hecho que me recluya en mí mismo y soy completamente feliz…

Postal navideña


Llega la Navidad. El cielo se impregna de una clara luminosidad que exhala esencias de colores a través de miles de lucecitas centelleantes, de rojo, verde, anaranjadas, amarillas y azul. La Navidad huele a leña fresca que se está quemando poco a poco en el hogar, a turrón, mazapán, libros nuevos, juguetes sin estrenar y a ilusiones intactas.
Yo, cada año, por estas fechas me siento abierto a la fantasía. Mi mente se abre de par en par y penetro en ella. Y entro en un mundo tan irreal como fantástico. Es allí donde todos los deseos se reblandecen. Donde las pasiones se aplacan. Donde las emociones se tornan amables y llevaderas. Donde las estrellas manchadas de copos de nieve mullida caen suavemente del cielo y se abrazan en silencio a las verdes ramas de los árboles tiñéndolas de un tacto blanquecino aterciopelado. Es un lugar donde vuelan por el aire simpáticas y saltarinas notas musicales que acarician mis oídos. Un coro de niños y niñas canta con sus blancas voces mientras tañen con sus cariñosas manitas risueñas campanillas. Me siento bajo un esbelto abeto manchado de blanca nieve y miro el paisaje. He visto un trineo volador elevándose grácilmente en busca de la luna. Un muñeco de nieve gigante y luminoso sonríe bonachón. Tres vigorosos camellos caminan en busca de un portal. Una estrella, la más grande del firmamento, ríe a carcajada batiente en medio del espacio sideral. Una mula y un buey pasan ante mí y me miran cachazudos. El pastor que guía a las bestezuelas, tocado de curtida zamarra y repleto zurrón, me saluda efusivamente y desaparece después de esbozar una sonrisa cómplice.
La paz lo invade todo tiñéndolo de un anhelo universal de armonía y concordia para todas las personas. Yo me siento inmensamente feliz, me levanto y sigo caminando dulcemente, saboreando cada uno de mis silenciosos pasos que me llevan apaciblemente hacia el confín del paisaje navideño, mientras me invade un profundo deseo de abrazarme al mundo y musitarle al oído que es posible, que si todos queremos, este mundo será mejor, más justo, más habitable…más humano.

¡
FELIZ NAVIDAD!

Esperanzas




La tarde se estremece al son de las terribles noticias que lanzan los medios de comunicación. No quiero mirar a otra parte. Quiero ser fuerte y mirar hacia delante. La pena me agobia. La rabia me corroe. Sólo la esperanza nutre mi mente aturdida.
Ella, la esperanza, ha sido mi compañera de viaje desde que era pequeño. Desde aquellos años en que tenía la lejana esperanza de llegar a ser mayor.
No sé vivir sin ver el sol que sale cada mañana a pesar de todo. Sin mirar su haz de luz sideral que se diluye entre la copa de los árboles. Me gusta ver la vida volar a través del viento como un ciclón de esperanzas que alimentan mi presente. Siempre espero que la luna se asome entre una nube lechosa en medio de la noche. Cuando miro el empedrado suelo reseco, tengo la secreta esperanza de escuchar la leve música líquida de la lluvia al manchar de agua las calles.
El devenir es fértil en emociones. Las emociones no saben volar y se incrustan en el alma como aguijones de hielo. Ahí se funden y se convierten en vivencias que engrandecen nuestra alma. Espero el futuro con alegría. No sé esperar triste, sino alegre. La felicidad, la auténtica felicidad, puede aparecer a la vuelta de cualquier esquina. Hay que estar alerta. No hay más que caminar con firmeza por los vericuetos de la vida, salvando cada obstáculo, cayendo y levantándose a cada tropiezo, mirando al frente, volviendo la vista atrás para reencontrarnos con nuestros recuerdos, y esperar, esperar, siempre esperar en un mañana mejor.

Paradoja del olvido




Todos tenemos recuerdos olvidados en algún rincón de nuestro entendimiento. Ahí donde se guardan las vivencias que ya no recordamos, habitan los fantasmas del olvido. Es tiempo furtivo, escapado, tiempo que no existe más que en la fantasmagórica mente del olvido. Pero no es tiempo perdido. Nunca el tiempo es vano. En este desván de nuestra alma podríamos encontrar montones de historias olvidadas que yacen a la espera de que algún susurro, alguna nota de una canción, algún olor, les insufle vida nueva y los convierta en recuerdos.
Hoy acabo de olvidar aquellos días luminosos en que jugábamos bajo la luz del día mis amigos y yo sin miedo al futuro. No logro recordar, porque lo he olvidado, aquellas calles de mi infancia vacías de coches. Ya no me acuerdo de los momentos que pasé junto a mi padre navegando en un frágil bote junto al faro. No quiero olvidar aquellos años de principio de la década de los setenta en que mis amigos y yo íbamos a pescar gambas en las rocas del puerto bajo la mortecina luz de una farola que manchaba de oro las aguas calmosas. Haré memoria y veré aquel niño cargado de libros que, subido al autobús, iba camino del instituto. Quiero rescatar del olvido aquel día que me miraste con ternura y con un tanto de malicia, hace ya tanto… que lo he olvidado. Podré olvidar aquellas tonadas suaves y acariciadoras de una canción que me hizo decirte que tú me gustabas. No quiero olvidar, pero he olvidado, tu mirada de niña enamorada que pedía mis inexpertos besos. Hasta he olvidado, amor mío, que cuando nos conocimos, te mentí, y te dije que tenía quince años, cuando en realidad tenía diecisiete. He olvidado tanto que mis recuerdos se han convertido en sueños.

Ana y el mito del minotauro


La profesora de Cultura Clásica les había explicado el mito del minotauro y el laberinto no hacía mucho, por eso cuando Ana le oyó decir a su amigo que aquella amistad sería para siempre, que nunca la abandonaría, ella sintió un sincero recelo.
Ariadna amaba profundamente a Teseo, pensaba Ana con cierta displicencia. Luís, que así se llamaba su “más que amigo”, aunque no se atrevía a llamarle abiertamente novio, ni tan siquiera la estaba mirando cuando Ana apretó los labios y recordó que Teseo abandonó a Ariadna en la isla de Naxos. No le gustaban los tópicos, por eso no se atrevió a murmurar entre dientes aquello de que todos los hombres son iguales, y que sólo piensan en “eso” y que cuando tienen lo que quieren… no, se resistía a pensar de ese modo. Pero Teseo no tuvo piedad de Ariadna. Ariadna, la bella princesa, la hija del rey Minos, que se atrevió a desafiar a Poseidón y pagó cara su arrogancia. Ariadna, guapísima y lozana, que por amor ofreció su ayuda a Teseo. Ariadna, la princesa enamorada que con su ovillo de lana permitió a su amado encontrar la salida del laberinto donde moraba el terrible minotauro. Teseo le había prometido llevársela consigo hasta Atenas… y allí se habrían amado, y habrían tenido hijos, y el amor no habría variado ni un ápice con el paso de los años. Pero no. Teseo fue cruel con Ariadna.
Ana sabía que en la isla de Naxos Ariadna estuvo a punto de morir de amor. Eso estaba considerando cuando Luís le habló. Ana miró rutinariamente sus ojos, azules, como los de Teseo, pensó. Abstraída como estaba en sus graves elucubraciones no escuchó lo que le dijo. Luís se le acercó y le cogió la mano. Ana sintió un repentino temblor. Sus ojos azules la estaban mirando con cariño, y quizás con deseo. Ana le regaló una sonrisa estudiada. El le contestó con un beso fugaz en la boca. La quería. Ella estaba segura que tras aquellas miradas había un mundo infinito para ellos dos. Lo tenía todo. Como Ariadna.
Luís pidió la cuenta al camarero al tiempo que recogía el paquete de tabaco que había dejado sobre la mesa y se lo metía en el bolsillo. Ana buscó su bolso que había dejado colgado en el respaldo de la silla. El camarero, solícito, les cobró las consumiciones y se fueron a la calle.
Iban paseando los dos muy juntitos cogidos de la mano. La ciudad les ofrecía sus laberínticas calles llenas a rebosar de transeúntes y coches luminosos. La noche había caído sobre la ciudad. La luna y las estrellas seguramente llenarían el firmamento de puntitos luminosos, pero no se dejaban ver. Ana apretó la mano de Luís. Ella nunca le abandonaría. Le amaba desde el primer día que le vio. Ahora, mientras andaban entre la gente, Ana quiso pensar en la soledad que debió embargar a Ariadna en aquella isla perdida en medio de un mar bravío. Tal vez en un principio, cuando despertó del sueño, no quiso creer que había sido abandonada, y su voz se desgarraría en el aire llamando a su amado sin obtener respuesta. El valiente Teseo, que había matado con sus propias manos al minotauro y había liberado a los atenienses de pagar aquel horripilante tributo al rey Minos, fue recibido en Atenas como un héroe. Y Fedra, la hermana de Ariadna, que también viajó con ellos, se convirtió en su esposa. A Ana no le gustaba el final de aquella historia. Ni si quiera se consolaba cuando recordaba que Ariadna fue descubierta sola y perdida en la isla por el dios Dionisos y quedó prendado de su belleza y se casó con ella haciéndola inmortal.
Ana sintió un repentino frío y se acercó más a Luís. Luís la acogió complaciente y siguieron andando entre la muchedumbre. Ahora sabía que se amaban. Se dejaba seducir por el tibio calor del cuerpo de Luís sin decir nada. El amor, pensaba, tiene algo de divino. Estaba segura que habían sido los dioses quienes habían puesto en su mente aquel extraño temor. Aquel raro síndrome de Ariadna, que por unos minutos la habían importunado. Amar significa mirar hacia delante sin miedo a nada. Amar significa hacer camino junto a su amado, como ahora lo estaba haciendo, sin temor ni desconfianzas, ofreciendo todo y recibiendo todo. Ana sentía deseos de decirle todo esto a Luís, pero prefirió callar. Y se reconfortó al recordar que hacía muy poco Luís le había dicho que aquella amistad sería para siempre, que nunca le abandonaría… y ahora quiso creerlo.

Diálogo (frustrado) con una flor


He mirado una flor y me ha sonreído. Su dulce aroma me ha susurrado algo al oído, pero no he logrado entenderlo. La flor me ha mirado y me ha vuelto a sonreír. El rojo de su vestido envolvía en una arrebatadora revolera todo su perfumado cuerpecillo. Yo, tímidamente, le acaricié los encarnados pétalos y me quedé escuchando su atroz silencio. La flor me miraba descaradamente. Su altivez me asustó. Pero ella seguía callada. La corola, que desprendía rayos fulgurosos de un superlativo color carmesí, parecía decirme algo, pero yo no lograba entenderlo.
Abracé con mis dedos la flor y la acuné en mi mano. Le canté muy bajito una tonada antigua que hacían servir las madres para dormir a sus hijos, y la sigilosa flor se inclinó levemente hacia mí, y se quedó dormidita entre mis dedos…
La arropé para que no tuviera frío y pudiera descansar, pero una vocecita de color irisado despertó a la durmiente flor. Ya no soñaba mi pequeña flor. Ahora miraba las voces de mil colores que inundaban nuestra silenciosa conversación sin decir nada.
Podré hablar con las flores parlanchinas el día que pierda la cordura. El día que salga a la calle a soñar y las flores del jardín, y las otras, las silvestres, entonen una canción al aire y yo me una a su canto. El día que nada sea imposible y las máquinas de matar en vez de escupir balas exhalen flores… ese día hablaré con las flores largo y tendido y me quedaré soñando en los brazos de una rosa roja.

Cuando escribo un post




Cuando escribo un post, es como si empezara un viaje alrededor del mundo. Es una ruta un tanto a ciegas la que emprendo porque no sé realmente hasta donde voy a llegar, ni qué países voy a visitar, ni quién va a acompañarme en este mágico periplo, pero el hechizo del mundo del blog envuelve las ilusiones y las hace próximas, cercanas, casi familiares… y me siento reconfortado.

Cuando escribo un post, no sé quién va a leerlo. La verdad es que me gustaría que lo leyese todo el mundo. Tal vez haya una pizca de vanidad en este deseo, pero lo cierto es que deseo que todos acepten, acaten y alaben mis razones. Quiero ser el centro del universo, y con esta soñolienta esperanza le doy a la tecla de “publicar entrada”.


Cuando escribo un post, no me dirijo a nadie en particular. Como un relámpago pasan imágenes que mi mente fabrica de compañeros y compañeras bloggeros que no conozco de nada, pero por los que siento una entrañable amistad, y pienso que esto que estoy escribiendo es para ellos… y para que sea de su agrado pongo en ello todo mi amor, y siento unas tremendas ganas de mandarles una sonrisa franca…

Yo pienso, como decía al principio, que cuando escribo un post, algo de mí empieza a volar por el etéreo mar de los blogs, y esa parte de mí busca una orilla donde sentarse a esperar que alguien quiera escuchar los motivos que le han hecho salir de casa. Si no le acoge nadie, el viaje habrá sido vano. Pero si alguien le escucha y le mira con ternura, dichosa volará hacia casa…. y su ser se llenará de paz y cariño.

Quiero compartir contigo mis pensamientos


Las vivencias, las ideas, los deseos, los temores, viven en nuestro interior. Sumidos en lo más profundo de nuestra alma. En un momento dado, sin previo aviso, toman forma de pensamiento y surgen de nuestras entrañas espirituales hacia nuestra mente… y se escapan por el aire… y no sé a dónde van.
Yo soy muy dado a guardar pensamientos en mi mente. Me gusta deleitarme con las elucubraciones de mi alma. Sé que, viniendo de donde vienen, estas recreaciones anímicas rozan lo divino. Y como tales las tengo.
Las personas soñamos cuando nuestra mente está receptiva. Y nuestra mente se muestra de este modo cuando está descansando, relajada, sin problemas inmediatos a los que presentar soluciones. O cuando una música, un paisaje, una sensación, ha excitado nuestras fibras emocionales. Entonces los pensamientos fluyen a borbotones. Y no podemos quedarnos impasibles ante tal avalancha. Debemos ponernos a soñar inmediatamente, exprimir cada pensamiento hasta la última gota y transformarlo en sueño. Y soñar.
Tranquilamente frente a mi ordenador me pongo a escribir. Suelto las riendas de mis pensamientos y los dejo fluir libremente por el universo cibernético. Ellos ya saben a dónde ir. No me preocupo en buscarlos. Sé que ya no volverán. Han tomado forma de letras y conforman eléctricas palabras frente a mis ojos soñadores. Ya no son mías estas razones, son vuestras. Ahora compartimos sensaciones y buenas vibraciones.
Es bonito compartir. Compartir todo.

La felicidad es un pájaro esquivo. Un pájaro que se posa a lo más alto de un árbol, y al que subimos con todo el esfuerzo del mundo para cogerlo, y una vez lo tenemos a mano, echa a volar.
Tal vez la felicidad, esa ave huidiza y taimada, haya que buscarla de otro modo. Pudiera ser que resultara más fácil de alcanzar cuando ese pájaro se posa en una rama baja y accesible. Pero las personas somos raras y pretenciosas, y siempre apuntamos a los pájaros que hay posados en las ramas más altas.
A lo mejor la felicidad es una cosa más sencilla de conseguir de lo que la gente se cree.

La gente tiene tendencia a imitar al prójimo. A ser como el prójimo. Somos imitadores compulsivos. Y esto, por lo que respecta a la felicidad es un problema. Nuestra tendencia a formar parte de una tribu cuyas señas de identidad son, no ya el aspecto externo, o los bienes materiales, sino también la forma de actuar, nos lleva a calibrar el grado de felicidad en tanto en cuanto nuestro comportamiento y bagaje material sea semejante al del resto de nuestros congéneres más próximos. Y a veces esta similitud es del todo imposible. Y nuestra felicidad se resiente.
Por si este afán imitador no fuera suficiente, hay que añadir aquí la necesidad que tenemos las personas de que el prójimo nos imite. Más que nada por la seguridad que nos proporciona el no sentirnos solos.
Sabedores de esa tendencia, y con una dosis bastante considerable de malicia, nos gusta alardear de logros que sabemos que serán difíciles o costosos de imitar. Es más, simple y llanamente, no queremos ser imitados, o mejor diríase igualados. ¿Competitividad desenfrenada? ¿Simple malicia?
Entonces hay que ser fuerte de espíritu para no caer en la natural trampa de la imitación. En este momento es cuando el pájaro ha volado hasta las ramas más altas. Y es cuando debemos obviarlo y dejar que vuele. Nuestra ave que nos conducirá a la felicidad tal vez esté mucho más a mano, en ramas más asequibles.


Puedo tocar el amor con los dedos. Mis pensamientos se han vuelto mullidos y suaves. La fragancia de aquellas rosas que un día miré, rojas a reventar, perfuman los recuerdos y los hacen tenues y amables. Las mágicas notas de una canción se desgranan turbulentas por toda la habitación y la llenan de confortables sonidos. La paz me envuelve. Es hora de pensar en el amor.


Puedo sentir el amor en mi alma. La sonrisa fugaz de mi amada que como un destello vertiginoso iluminó por un instante toda la estancia donde ella y yo nos contábamos cosas en silencio, vive de forma perpetua en mi mente. La dicha me desborda. Es hora de llamar al amor.

Puedo escuchar el amor en mi corazón. Tu nombre palpita en mi ser cada vez que lo pronuncio. Me haces esculpir tu celestial nombre en el aire cada vez que te llamo. Y tú vienes a mí. Y yo me quedo mirándote poquito a poco. La felicidad me colma. Es hora de gritar al amor.


Puedo saborear mi amor en tus besos. El calor de tus sabrosos labios siempre han calmado mi frío. Hace tanto, cariño, que nos dimos el primer beso… que hoy, cuando te beso, me parece que es la primera vez… y es que tu amor lo llena todo. No sé qué decir. Es tiempo de amor.

Personas...


Ya hace tiempo que sé que no todas las personas son iguales. Es más, no hay dos personas iguales. Todas son diferentes. Pero hay algunas que tienen ciertas condiciones similares que las hacen pertenecer a la misma clase de personas. La humanidad puede clasificarse perfectamente por grupos de personas según su naturaleza. Esos grupos, por numerosos, son incontables. En un esfuerzo por agruparlos elementalmente, yo haría una simple (y maniquea) división. Por una parte estarían quienes influyen positivamente en aquel con quien mantienen contacto; y en la otra parte nos encontraríamos con personas cuyo trato con ellas hace que salgamos disminuidos mental y físicamente.
Cada cual pertenece a una de estas dos clases de personas. Y sería bueno que tuviéramos conciencia de ser de un determinado grupo o clase de persona. Más que nada por ver si se pueden mejorar estas características, en principio innatas, que le han incluido en este grupo, y, ¿por qué no? llegado el caso abandonarlo y meterse en otro grupo más a propósito con los intereses aprendidos. Porque, hay que apuntar aquí, que, si bien los genes tienen importancia, también la tiene la educación y la voluntad. Pues un carácter, una conducta, puede modelarse con esfuerzo y sapiencia. Y es que las personas no somos inamovibles, sino todo lo contrario, cambiantes, y susceptibles de ser educadas. Lo que pasa, desgraciadamente, es que el orgullo nos ciega y nos impide asomarnos a nuestro interior donde están esas debilidades que deberíamos remediar.
El hecho es que los dos bandos existen. Unos nos alegran la existencia, nos dan ánimo, suben nuestra moral, insuflan felicidad… nos dan vida. Y otros nos absorben el ego, confunden nuestras intenciones, deterioran nuestra autoestima, nos llenan de desasosiego… nos quitan vida.
El caso es que las personas (la mayoría) no son conscientes de su influjo sobre el prójimo. Y, según el caso, van regalando a manos llenas felicidad por doquier, o amargan la existencia a aquellos que se cruzan en su camino.
Yo no he encontrado ningún antídoto que subsane las negativas influencias de las personas que pertenecen a este mal hallado grupo que no sea el eludirlos físicamente. En cambio, las otras personas, las que irradian amor y felicidad, las busco, y cuando las encuentro, nunca las obvio, siempre vuelvo a ellas como aquel que regresa a la fuente pura y cristalina a llenar su cántaro de ese agua que brota libre, feliz y gratuita.





Luces en la noche



Era una noche clara y serena de hace mucho tiempo. Yo aún era un niño. Mi padre me había llevado con él, como hacía muchas veces, a la barca. Yo le acompañaba cogido de su mano. El puerto por la noche se transforma. La oscuridad cae sobre él y le confiere sombrías maneras teñidas de misterio y lobreguez.
Cuando llegábamos a la Dolores, ése era el nombre de nuestra barca, nos la encontrábamos proa a la riba, como un perro fiel que nos enseñaba su hocico, cabeceando lánguidamente al compás de las suaves olas que llegaban debilitadas al interior de la dársena pesquera.
Entonces mi padre se dirigía a mí y me decía que me apoyara junto al muro de la lonja y que le esperara allí, que él tardaría solamente un momento en volver de la barca.
Con un gesto ágil y profesional veía a mi padre saltar a la barca. Y desaparecía como engullido por la oscuridad.
Yo me quedaba solo con la noche.
Las gaviotas ya no se oían porque se habían marchado a sus aposentos nocturnos. Los marineros a estas horas estaban en sus casas. Los peces callaban. Sólo rompía aquella soledad silenciosa el leve y cadencioso chasquido de la mar al acariciar las panzas de las embarcaciones y tropezar con el pétreo muelle. Parecía la enigmática y líquida respiración de un gran animal marino.
Miraba la mar. Toda llena de lucecitas. Amarillas, rojas, verdes. Eran luces de muy diversas maneras y texturas. Unas eran alargadas, filamentosas. Otras, redondeadas. Algunas se apagaban y se encendían rítmicamente. Otras eran fijas y sólo se movían al reverberar sobre la superficie de las aguas del puerto. El mar parecía manchado de colores que palpitaban como si tuvieran vida propia.
Y miraba el cielo. Todo lleno de estrellas. El firmamento aparecía pintado de millones de puntitos luminosos que latían silenciosamente y que parecían mirarme. Eran como ojitos brillantes que pestañeaban calladamente en el espacio sideral. Yo correspondía a sus miradas y me quedaba mirándolas. No decían nada. Su silencio era tan atroz como su lejanía. Sólo parpadeaban y parpadeaban. Y yo, en la inocencia de aquellos años, quería coger una estrella viva. Una de esas que ahora me estaban observando. Pero las estrellas estaban colgadas en lo más alto del cielo, en un lugar inalcanzable para los niños. Ya no me conformaba con tener entre mis manos una de aquellas estrellas muertas, caídas al mar, que a veces mi padre me traía. Yo quería una de esas estrellas celestes que cada noche se asomaban desde el confín del universo para mirarme. Y que me contara lo que hay allí en el cielo.
De pronto, de entre la oscuridad, aparecía la figura de mi padre saltando a tierra. Entonces la realidad volvía a mí.
-¿Papá, tú has visto alguna vez una estrella viva?
-No, las estrellas cuando caen al mar se apagan, se ahogan y mueren.
Y mientras esto decía mi padre, apartaba la vista de las luces nocturnas y retaba a mi padre:
-¿Hacemos una carrera hasta casa?
-¡Vale!

Otoño



El color pardo de la crujiente hoja caída del árbol se confundía con el adusto ambiente otoñal de la tarde. El viento soplaba desde las entrañas de la tierra y se llevaba con él en un insinuante baile, torbellinos de hojas maduras. Mientras veía retorcerse entre el polvo que había levantado el viento las hojas caducas, en un gesto imperceptible, me subí la cremallera de la chaqueta. Hacía frío. Pronto el sol se escondería por detrás de los blancos edificios del final de la avenida. Flotaba en el aire un lejano olor a campo sosegado. Los pajarillos volaban de rama en rama. Las gentes caminaban presurosas por la calle. El día declinaba.


Caminando hacia casa a través del aire otoñal me pongo a pensar. Siempre que llega el otoño tengo la misma percepción. ¿Es el final o el principio de algo? Así como cuando llega la primavera no tengo la más mínima duda de saber que estamos en los prolegómenos del verano, aquí, en esta estación me asiste la idea de que el verano se acaba. Tengo la sensación de un término, no de un comienzo. Y lo cierto es que algo empieza. Hay que afrontar la nueva estación, que regresa, como en un eterno retorno, a su cita anual. Y entonces me abriga la ilusión de golpe. Una explosión de recuerdos se desparraman desde mi mente y mi persona se siente reconfortada y preparada para vivir el otoño con infantil esperanza…

Voces nocturnas


Una noche oí como hablaba la luna. Su cara rojiza y brillante parecía sonreír. Yo no sabía qué decía, pero Selene murmuraba algo. Unas nubes irisadas y algodonosas acariciaban con infinita suavidad el orondo rostro de la diosa. Las nubes parecían asentir con seriedad a las razones de la luna y se retorcían voluptuosamente dejando un halo lechoso en el firmamento. Y yo no sé de qué hablaban.
La noche, tierna y cenicienta, abrazaba con su tenue oscuridad las cadenciosas palabras que irradiaba la naciente luna. Y la noche callaba en un silencio claro y respetuoso.
Mirad cómo surge la luna de las entrañas de la mar. Primero asoma tímidamente su fulgurante faz desde el remoto horizonte manchándolo todo de su lumínica esencia. Luego se muestra radiante y feliz sobre las aguas. Yo sé que ha hablado con los peces. ¡Qué de cosas le habrán contado! También algunas estrellas caídas del espacio sideral a las profundidades marinas le habrán susurrado palabras diáfanas como su luz blanquecina. Y la luna, nuestro divino astro nocturno, ha escuchado cada una de estas húmedas voces con atención y desenfado.
La luna me mira con simpatía y complicidad. Sabe que la he visto hablar. Y no dice nada. Yo la miro y se iluminan mis pensamientos. Todo parece más próximo y transparente. Selene brilla poderosa y triunfante en el cielo de la noche, y yo siento cómo sus invisibles rayos áureos me atrapan y me envuelven en un mar de inefables sensaciones.

Tiempos felices


Cuando estoy solo me gusta dejar entreabierta la puerta de mis recuerdos y ver fluir por mi mente como retales de añejas películas episodios y vivencias de mi vida. A veces me pregunto cuál ha sido el tiempo más feliz de mi vida. Y no encuentro respuesta. Es más, todo el tiempo pasado merece mi respeto y admiración por igual. ¿En qué lugar del tiempo se encuentra la verdadera esencia, el auténtico ser de mi persona? No sé si responder que el único tiempo válido es el presente y anular todo el pasado, o no. Tal vez una respuesta válida para salir del paso sería que cada época es importante porque cada una de ellas es un eslabón en la forja de mi personalidad actual.

La vida es como un tren que tiene estaciones, pero no tiene paradas. Y es peligroso bajarse del tren en marcha. Porque este tren jamás para. Y nunca da marcha atrás. Cada estación es una época, un capítulo de nuestra vida al que llegamos casi por sorpresa y del que salimos igual como cuando entramos, sin darnos cuenta. Y es que la vida sigue y sigue sin descanso y no hay quien la pare. Y uno no puede quedarse mirando la vida pasar porque cuando viene a darse cuenta la vida ya ha pasado. Pero es bonito recordar cada estación. Y tener ilusión por llegar a una nueva estación.

La época más densa, más corta y más emotiva es la infancia. Yo vuelvo muchas veces a ella. Y me recreo conviviendo en el recuerdo con aquel niño que fui. Allí, en la lejanía temporal, viven aún todos mis amigos, mis juguetes, mis maestros, mis padres en la flor de su juventud…

Después vino el paso de niño a joven. Fue una época breve, vertiginosa. Llena de inseguridades, de crisis, de descubrimientos, excitante. Fueron los años del bachillerato en el Ribalta. Y fue la época de mi primer amor. La emoción domina estos años.

Ya hecho todo un hombre, con novia formal, la carrera acabada, y con la cartilla de la “mili” en una mano y la sombra de unas oposiciones en la otra, me embarqué en una época en la que tenía la sensación de estar continuamente al borde del abismo de mi futuro: Acabar la “mili”, aprobar las oposiciones, casarme…

Pasó aquella época. Me casé, aprobé las oposiciones, tuve una hija… y empezó otro capítulo de mi vida. Totalmente diferente y totalmente feliz.

Así, me encontré de pronto convertido en un padre de familia. La gravedad de esta condición me dio alas para iniciar una nueva responsabilidad en mi vida. Y fui feliz al ver crecer a mi hija y crecer en años y experiencia junto a mi mujer.

Y de esta manera tan simple y tan poco novelesca llegué a la actual época de mi vida. Feliz por los cuatro costados. Con la sensación de tener un billete que da derecho a un asiento preeminente en el tren de la vida, desde el cual la veo pasar con satisfacción y sin recelo.

¡Ya tenía ganas de volver a conectarme!


La ciudad encantada de Cuenca




En el museo Orsay en París, junto a un Picasso









¡Hola a todos y a todas! Después del período vacacional vuelvo a esta pantalla del blog. Han sido más de tres meses sin haber tenido noticias mías, y otros tantos de estar yo sin saber apenas nada de vosotros. La verdad es que ya tenía ganas de volver a asomarme a estas ventanas que han llegado a serme tan familiares. Tengo curiosidad por saber qué ha sido de mis compañeros y compañeras bloggeros en este estío pasado y verter mis comentarios en sus posts.
Yo por mi parte os contaré que, como todos los veranos, he estado en Benicàssim, en la playa. Veraneando junto al mar. Todo un placer. También hemos hecho un par de escapaditas. Una fue en julio. A París. Estuvimos cuatro días en la ciudad del Sena. Visitamos los museos del Louvre, Orsay y Pompidou. Así como “Le Sacre Coeur”, los “Inválidos”, por supuesto la torre “Eifiel” , y paseamos por las calles de París, todo ello, de por sí, un espectáculo. No era la primera vez que íbamos a París, y tal vez no sea la última. Ya en septiembre, huyendo de la vigésimo quinta concentración anual de motos Harley Davinson, fuimos un fin de semana a Cuenca. Volvimos a visitar la “ciudad encantada”, las casas colgadas y después nos aventuramos por aquellas carreteras secundarias de Aragón que dejan bastante que desear hasta el Monasterio de Piedra. Todo bien. Y después el regreso hasta Benicàssim. Y en seguida el inicio del curso.
Este año veo en mi horario que hay una llamativa novedad. Se me ha asignado, como profesor adscrito al Departamento de Sociales, la tan traída y llevada asignatura de Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos, o tal vez debiera decirse Education for Citizenship and Human Rights. Bueno, yo no soy político, es más, huyo de los planteamientos y juicios políticos. Y me encuentro con una asignatura que es fruto de eso precisamente: de la política. Unos porque pretenden equis, y otros que consideran que esta equis no es de recibo. Luego viene aquello kafkiano de impartir la asignatura en inglés. No importa que el profesor no sepa inglés. Yo no sé inglés. La asignatura, sin embargo, igual se debe dar en inglés. La solución es brillante. Para ello dispongo de una compañera del Departamento de Inglés que se ha convertido en mi asesora o “vehiculadora” que me solventará la papeleta. Cada vez entiendo menos. El director de mi centro me dice que le han dicho desde Inspección que con buena voluntad todo se arreglará. Yo tengo buena voluntad, pero, ya digo, no hablo inglés. No hay problema porque estaré debidamente asesorado. Vale. Pero es que los chicos de segundo tampoco hablan inglés. Vale, ya aprenderán. ¿Qué hacer? Ya os contaré en los próximos meses como ha ido esta experiencia pedagógica, que a fin de cuentas no es más que una torpe pataleta política que en la práctica se ha convertido en un burdo experimento donde los pobres niños harán de conejillos de indias.

Cerrado por vacaciones

Me voy de veraneo. Como todos los años me voy a Benicàssim a pasar los meses de julio y agosto, como sea que allí no tengo conexión a internet, tendré que prescindir del blog.
En septiembre nos vemos. Buenas y felices vacaciones a todos y todas.

El día que descubrí la "barcassa"


La “barcassa” era una barca negra, fea, muerta. La descubrimos a principios de los años setenta. Estaba semienterrada, o mejor dicho, abrazada a la arena de la playa. Cautiva de las olas del mar.

La gente mayor decía que se trataba de una mula. Una de aquellas barcazas que se utilizaban a principios del siglo XX para transportar cajas de naranjas desde el muelle hasta los barcos. También contaban que aquella mula había muerto allí, en los aledaños de la escollera que llevaba al antiguo faro, porque llevaba un peso excesivo, y un golpe de mar la envió hasta el fondo marino. Y allí reposaba en absoluto silencio.

Nosotros solíamos ir a aquellos parajes a tomar el baño. A los alrededores donde se hundió la barcaza lo conocíamos con el nombre genérico de la barcassa.

Aquella barcaza había zozobrado muy cerca de las rocas que conformaban la escollera de levante por la parte de fuera, la que daba a mar abierta. La otra parte, la que daba al interior del puerto, lo llamábamos “el lago”.

A los doce, a los trece, a los catorce años… las cosas muy a menudo toman caracteres solemnes, casi mágicos. Por ello aquella embarcación remota, hundida y soterrada entre la arena de la playa, cobraba para nosotros dimensiones cercanas a lo sublime.

La verdad era que la existencia de una barca hundida en las proximidades de donde tomábamos el baño nos llenaba el espíritu de una indeterminada alegría.

En aquellos años en época estival todas las mañanas íbamos a la playa. Si el tiempo no lo impedía (si no soplaba con fuerza el viento de gregal) nos gustaba ir a las rocas. A la “barcassa”. Allí nos encontrábamos todos los amigos.

Cuando llegábamos, desde lo alto de las bravías rocas mirábamos la mar. Cada día nos sorprendía aquella sinuosa llanura marina. La mar, calmosa, llena de perezosas olas que a duras penas asomaban su lomo sobre la superficie verde de sus aguas, aparecía frente a nosotros larga y profunda.

Después de echar una rutinaria mirada a las aguas, dejábamos la ropa y las toallas sobre una roca y bajábamos salvando las desafiantes aristas de las rocas hasta alcanzar la superficie del mar. Las olas acariciaban con una amabilidad casi humana las rocas verdosas y parduscas que estaban en contacto con las aguas. El rumor sordo y acuoso de la mar nos recibía afablemente, pero nos recordaba que el mar es un ser despiadado e insumiso, que está presto a cobrar prendas a su antojo y sin previo aviso. Por eso un atisbo de respeto y admiración recorría nuestro cuerpo al vernos tan cerca de aquellas transparentes aguas. Algunos de mis amigos, valientes y decididos, se acercaban resueltamente hasta “la roca de punta”, que era un escollo alargado, casi a flor de las aguas marinas, que presentaba su afilado remate hasta las vírgenes aguas, y sin más, se lanzaban desde allí en un simpático chapuzón. Cuando salían a la superficie, brazos al aire, con su voz mojada y atropellada, gritaban triunfantes:

-¡No cubre! ¡No cubre!

Y era verdad. La profundidad de aquellas aguas era muy escasa. Tanto que no cubría a un chaval de unos doce años. Esto, indudablemente, nos daba confianza y valor para imitar la hazaña de nuestro amigo. Otros, más prudentes, se dejaban envolver por las frescas aguas según iban descendiendo por las rocas.

Pronto la mar se llenaba de vocingleros muchachos que iban y venían chapoteando entre las aguas. Los chapuzones eran continuos, así como las risotadas y el jolgorio. Aquel lugar parecía tomado por la chiquillería.

Un día de julio del año 1972 quise ir a ver la “barcassa”. Por mi cuenta, sin decir nada a nadie.

Cogí las gafas de bucear, y con esta intención comencé a nadar hasta donde se suponía que yacía aquella barca hundida.

El mar estaba en calma. El sol se reflejaba radiante en las claras aguas. Mis amigos seguían bañándose junto a “la roca de punta” como si tal cosa. Yo, en cambio, seguía serio y decidido nadando con solvencia rumbo a la “barcassa”. De vez en cuando me sumergía y oteaba el suelo marino. En una de estas inmersiones vi que una mancha borrosa empezaba a tomar entidad frente a mí. ¡Era la “barcassa”! Subí rápidamente a la superficie para coger aire y poder contener mejor los pálpitos de mi corazón, e inmediatamente volví a sumergirme. Y entonces la vi. Allí estaba, allí reposaba aquel animalote de madera negro como el carbón, rebozado de formas marinas que le conferían una informe apariencia.

La “barcassa” estaba hundida a unos dos metros de profundidad, por lo que era sumamente fácil acceder a ella. Cuando estuve a su altura, me sumergí y entonces la vi con total claridad frente a mí.

Aquella embarcación parecía tragada por la arena. Maltratada por el tiempo, sólo se apreciaba con nitidez un trozo de lo que fue la roda que conformaba la proa de la nave, y algunas maderas de las amuras. El resto se adivinaba bajo la arena. El alma de la nave, sin embargo, estaba presente allí en todo su esplendor entre los restos del cuerpo de la embarcación.

La emoción que provoca el verse cara a cara con una barca hundida es comparable a muy pocas cosas.

Con cautela y temeroso de la majestuosidad de aquel navío cadavérico, me acerqué hasta él. La madera aparecía recubierta de organismos marinos y de algas que se movían con sensual ritmo al compás de la corriente marina. Un puñado de pálidos pececillos revoloteaban alrededor de los restos de la “mula” sin mirarme siquiera.

Con sumo cuidado y en silencio, recorrí la embarcación de proa a popa. Sus negras maderas, borrosas y palpitantes, parecían dormidas. Respeté su sepulcral letargo y me llegué hasta la punta de la roda. Y una vez allí, con total suavidad, me encaramé hasta alcanzar la superficie.

Mi cuerpo, mecido por las tibias olas que a duras penas me permitían guardar el equilibrio, se irguió ufano y levanté las manos al airé al tiempo que, dirigiéndome a mis amigos, que despreocupados evolucionaban cerca de la “roca de punta”, les grité fuerte y claro, con los pies apoyados en la áspera madera de la barcaza, que había descubierto “la barcassa”, al tiempo que una voz interior me gritaba que había escrito en mi memoria una página imborrable.

Mis primeras lecturas




Cuando echo la mirada atrás y quiero encontrarme con las lecturas de mi infancia, me tropiezo con montones de tebeos (ahora se llaman cómics) y un puñado de libros de aventuras.

Hoy quiero recordar aquellas publicaciones que me atraparon de pequeño.

La más lejana en el tiempo, allá a principios de los años sesenta del pasado siglo, era el TBO. El tebeo por excelencia. Salía cada semana. Y costaba tres pesetas, luego cuatro, más tarde, al final de la década, 5 pesetas, y ya a principios de los setenta alcanzó la friolera cifra de siete pesetas. Yo era adicto al TBO. No me perdía ninguna de las aventuras de “La famila Ulises”, de Benejam, que aparecía siempre en la contraportada. Así como las kafkianas desventuras que sufrían los personajes de Coll. O las tiras de Urda. O los amables chistes en recatadas historietas de Blanco; o los descabellados inventos del “profesor Franz de Copenhague”… que me hacían compartir risotadas con mis padres.

A todo esto, “El Capitán Trueno”, o “El Jabato”, o “El Guerrero del Antifaz”, o “Roberto Alcázar y Pedrín”, o “Hazañas Bélicas” que se compraban mis primos mayores y que de vez en cuando llegaban a mis manos, me introducían en un mundo de luchas y guerras donde la justicia existía, y ésta la impartía el sufrido protagonista de la serie.

Después, en los últimos años de los sesenta descubrí el mundo de las publicaciones de Bruguera: TIO VIVO, PULGARCITO, DDT, DIN DAN, GRAN PULGARCITO, y ya recién estrenada la década de los setenta, MORTADELO.

Eran todas ellas unas publicaciones, para mí, fantásticas. Los personajes y las series por entregas que aparecían en ellas, dejaron huella en mí. Tanto que aún puedo recordarlo con todo lujo de detalles.

Por lo que respecta a los personajes, destacaré por encima de todos la creatividad del sin par Francisco Ibáñez, creador de “Mortadelo y Filemón”, “Rompetechos”, “El botones Sacarino”, “Pepe Gotera y Otilio”, “13 Rue del Percebe”… le siguen Vázquez, padre de “Anacleto agente secreto”, Escobar, con sus tremendos “Zipi y Zape”, Segura, que dio vida a “La Panda” y “Rigoberto Picaporte, solterón de mucho porte”… y tantos otros…

En lo tocante a las series por entregas que aparecían en todas estas revistas destaca “Astérix”, del que se publicaron un montón de aventuras, “El Sherif King”, “El Teniente Blueberry” y “El Corsario de Hierro”.

Por esta época sentí la necesidad de compaginar estas alucinantes lecturas gráficas con “lecturas de verdad”. Es decir, libros. Y así tuve mi bautismo literario con una adaptación para jóvenes de “La isla del tesoro” de R L Stevenson que me fascinó. Luego descubrí a Julio Verne y leí con ilusión y deleite “Miguel Strogoff”, “Un invierno entre los hielos”, “Los hijos del capitán Grant”…

Eran años de infancia y preadolescencia. Años de magia, de candor y ensueños. Todos estos personajes y sus aventuras crecieron conmigo. Y por eso siguen ahí en un rincón de mis vivencias. Y ya nunca se irán.

Hoy, cuando abro un libro, casi sin darme cuenta llegan hasta mí esas lejanas sensaciones y emociones que me regalaron aquellos añejos libros y tebeos, y, mientras acaricio las tapas del libro albergo la secreta esperanza de reencontrarme con ellas.


Desde mi ventana


Hoy, desde mi ventana, he estado mirando a las gaviotas volar. Sus poderosas alas extendidas al aire, su pico altivo mirando al horizonte; las plumas, prietas, albas y grises, ondeando triunfantes al viento. Las veo deslizarse ufanas y gráciles a través del volátil y etéreo aire del mar.

¡Qué poderío despliegan estas aves en las aguas! ¡Qué envidia no poder volar como ellas!

Nunca se cansan estas cenicientas aves de pasar ante mis ojos. Tres gaviotas en férrea formación, ojo avizor en las playas litorales. Diez gaviotas aparecen después marcando el paso aéreo en sólida disposición. Una despistada gaviota les sigue timbrando la marcha con certeros aleteos. Ahora ha llegado un grupo de gaviotas, serias y dispuestas, planeando con una soltura que roza lo sublime, y se han ido difuminando de mi vista rumbo al sur. ¿Dónde irán? Todas estas volanderas aves van hoy hacia el sur. ¿Qué habrá al sur? Tengo que decir que otras veces, las gaviotas, todas las gaviotas, van hacia el norte. Pero hoy no. Hoy se dirigen firmes y decididas hacia el sur. Nunca sabré por qué. Pero a mí esto no me importa. Yo sólo quiero ver a las gaviotas volar. Quiero verlas pasear contra el viento, acariciando el aire de la mar; caminar con sus alas desplegadas a través de las invisibles sendas del cielo marino.

Me gusta mirar como vuelan las gaviotas. Las gaviotas son aves prudentes y sensatas. Nunca hablan con las personas ni las incomodan. Pueblan los cielos marinos como los peces pueblan sus aguas. Yo sé que se sienten parte del paisaje. Yo sé que su orgullo no es vano. Y sé que nos miran con cierto desdén. Pero yo no les hago caso. Sólo las miro volar por delante de la ventana de mi casa rumbo al sur. Y no sé dónde van.

Anochecía




Después de un día de verano luminoso y radiante comenzaba a oscurecer suavemente sobre las rocas bañadas por las aguas del puerto.
Aquellos niños que, armados con una tosca caña de pescar, todavía tenían la piel cálida y llena de sol, y aún miraban con avidez el comportamiento del flotador bailoteando sobre las aguas, ni si quiera se habían dado cuenta que el día declinaba. Querían aprovechar hasta el último suspiro de la luz estival, pero aunque nadie parecía notarlo, la penumbra que anuncia la inminente noche se hundía con fuerza en las quietas aguas del muelle.
Una poderosa barca de “fanal” a paso amarinado aparecía majestuosa por el centro del puerto. A su paso rompía la quietud marina y rasgaba la mar formando largas olas, que por unos momentos ondulaban la monolítica sustancia de las aguas portuarias. Algunos marineros, apostados en la borda de la barca, lanzaban lánguidas miradas a la gente que andaba por las escolleras, mientras la barca comenzaba a cabecear acompasada y pesadamente al sentir las primeras acometidas de la mar de fuera del puerto.
Entre la chiquillería alguien empezaba a darse cuenta de que la mortecina luz vespertina estaba cambiando la esencia de las aguas del mar junto a las rocas:
-¡Ahora cuando empieza a anochecer es cuando más pican!
Todos los niños habían oído aquella sentencia, y con infantil credulidad habían apretado un poco más fuerte sus cañas de pescar sin dejar de mirar el corcho coloreado que se debatía con sensual ritmo a ras de superficie víctima de las acometidas de las olas provocadas por la barca de “fanal”.
Ahora ya no se adivinaban las cimbreantes rocas sumergidas a través de las calmosas aguas. La incipiente oscuridad vespertina penetraba con fuerza en las aguas tiñéndolas de opacas tonalidades. Ya no se podía ver a los pececillos revolotear de roca en roca. Un halo de misterio invadía ahora las aguas. Pero la párvula imaginación de aquellos niños fantaseaba apocalípticas escenas bajo aquel tenebroso mar. Descomunales peces salían ahora de sus escondrijos aprovechando la tibieza de las aguas libres del abrasador sol, y ellos, aquellos jovencísimos aprendices de pescadores, les ofrecían con valentía un minúsculo bocado ensartado en su diminuto anzuelo.
-¡Justamente ahora que ya casi no me queda gamba…!- se lamentaba un chicuelo mientras colocaba con cierta resignación un mínimo ejemplar de gamba mustia y muy poco apta para servir como cebo.
-Mañana – continuaba- iré con más cuidado y me reservaré las mejores carnadas para estas horas.
Nada pasaba bajo las confusas aguas. Los peces no se dejaban pescar. Sólo otra flamante barca de “fanal” pasaba con gesto grave y sereno por delante de donde estaban apostados los niños pescadores alzando miradas de admiración o desasosiego entre ellos.
-Sí que cogerán peces… toda la noche pescando…
Aquel jovenzuelo que lanzó aquel suspiro al aire de aquella tarde veraniega, hoy se hace a la mar todos los días en cuanto anochece.

Meme: Passion Quilt


Bueno, pues mi querida compañera Ana me ha mandado un meme. Como sea que mis habilidades informáticas son escasas, y aún no me aclaro a hacer enlaces, obviaré (infringiendo las normas del meme) la parte correspondiente a ellos. Lo siento. Pero prometo ir reciclándome poco a poco como he hecho hasta ahora gracias, precisamente, a Ana.
Vayamos pues, al grano. El tema del meme es “postear una imagen o hacer/tomar/crear una propia que capture lo que más TE APASIONE que sea aprendido por los estudiantes.”
Veréis que he puesto una foto de un amanecer sobre el mar. Y una gaviota revoloteando sobre las áureas aguas marinas.
El sol es la sabiduría. La sabiduría bien entendida. Aquello de “cabezas bien hechas, mejor que cabezas bien llenas” que era por lo que apostaba Rousseau. El sol abraza con sus invisibles rayos dorados las desplegadas alas de una blanca gaviota. La gaviota es el alumno. Un ser libre y procaz. Volandero, despistado, travieso… sujeto a las influencias del cálido astro rey, pero a veces es escurridizo. La mar quiere mediar entre ambos. La mar quiere poner orden. La mar es el maestro. Las calmosas aguas marinas serenan los sentimientos. Las tormentosas olas, en cambio, los desbaratan.
Yo quiero ver el armonioso respaldo que propicia la tranquila paz de la mar en calma al fulgurante sol mañanero. Quiero ver saltar de alegría por los etéreos aires a la libre gaviota. Quiero adivinar en sus alas el reluciente atisbo del sol en sus plumas. Quiero gozar de las tranquilas aguas marinas que ven reflejarse en ellas la silueta grácil y feliz de una ave pizpireta que con su graznido penetrante saluda al mar. Eso quiero yo de mis alumnos, que sean gaviotas libérrimas, sabias y que un día cuando vean el mar… le saluden con sinceridad.

Primer amor


Ayer estuve desempolvando recuerdos, releyendo las páginas de mi corazón. Y, de golpe, me encontré con mi primer amor. Di un respingo y mi cuerpo, todo él, se estremeció. Pero qué hacía allí aquella niña entre mis vivencias, tan lozana, tan presente… si yo ni me acordaba de ella… María José, mi dulce María José que un día encandilaste a mi corazón y te retuvo para siempre.
Éramos dos niños. Ahora recuerdo. Ella doce años, yo catorce. ¿Qué habrá sido de ti, pequeña María José? Habrás crecido, te habrás hecho una mujer, te habrás casado, habrás tenido hijos… Habrás sido feliz. Y yo no lo habré sabido. Y tú te habrás olvidado de mí.


Sigo hojeando con avidez las páginas de mi corazón, y aparece tu sonrisa rezumante de alegría infantil, tus angelicales hoyuelos, tus labios húmedos, tus blanquísimos dientecillos levemente separados, tu mirada brillante. Tu negro pelo revoloteando sobre la cara, que tú con gesto sensual apartabas descuidadamente. Lo libros abrazados a tu cuerpo, menudo y dicharachero, cubierto por una trenca, ¡aquella trenca azul marino! ¿te acuerdas?


Nos encontrábamos en el autobús, allí te conocí. Cuando subía al autobús te buscaba entre la gente. Y algunas veces no estabas. Entonces el viaje era aburrido, falto de emoción, intrascendente, triste. Pero cuando te descubría en un rincón del autobús, mí alma se iluminaba, y te miraba poquito a poco, sin prisa, hasta que nuestras miradas se cruzaban; entonces me saludabas sin demasiado entusiasmo. Yo te devolvía el saludo y bajaba la cabeza con timidez. Tú no sabías que yo te quería con todas mis fuerzas. Y seguías hablando voluptuosamente con tus amigas. Y yo te amaba en silencio.


Un día ya no te volví a ver más en el autobús. Alguien me dijo que a tu padre le habían destinado a otra ciudad y que tú te habías ido a vivir allí. Ya no volverías a coger más el autobús. Mi alma se inundó de lágrimas. Mis amigos nunca supieron la razón de mi pesar porque nunca les conté que estaba enamorado de aquella niña que casi todos los días era compañera de viaje en el camino hacia el instituto.


Los meses siguientes fueron meses de nostalgia, de pensar en lo que pudo haber sido y no fue. Tuve que hacerme a la idea de vivir sin tu risa, sin tus hoyuelos iluminando de alegría el autobús, sin la sombra de tu pelo reflejada en la ventana, sin respirar el mismo aire que tú respirabas, sin tus joviales saludos… María José, te fuiste y no te volvía a ver… han pasado cuarenta años, y hoy te he vuelto a soñar.

Nautika


Nautika, la musa de los blogs, descubierta por Ana, de divina sonrisa, y sus discípulos, (para quien no lo sepa) nunca descansa, y nos abraza con sus etéreos tentáculos y sus cálidas manos cuando menos te lo esperas.
Así han actuado siempre las musas. Es inútil reclamarlas. Te desoirán e irán a la suya. Mirarán hacia otro lado y no te mandarán sus fecundos rayos inspiradores. Pero de pronto, en cuanto menos te lo esperas, en un momento, en un lugar… en un pispas, surge como de la nada una situación que a ella, la divina musa, le parece propicia, y Nautika, que no descansa y todo lo ve y todo lo sabe, irremisiblemente te manda con divina dulzura su hipnótica mirada y uno sucumbe a su encanto.
Entonces, los mortales dedos del blogero, presos de esta inspiración divina, obedecen al corazón desbocado que palpita felizmente y con compás armonioso, y se deslizan con vertiginosa velocidad y sensato recato por el teclado de su ordenador. Y las frases brotan fáciles, diáfanas. Y los pensamientos, incluso aquellos más recónditos que con proverbial timidez se escondían en un rincón del alma, salen a la luz. Es Nautika, la musa de los blogs, la que los reclama. Y nace un post.
Y yo, que acabo de encender mi ordenador para pasar un examen de Sociales, víctima de los artificios de Nautika, me veo envuelto en un raro post en el que no cuento nada y no sé a quién pueda interesar, pero… amigos… Nautika es irresistible.

La mariposa cojita
(poema para despertar un alma infantil)


Una mariposa pequeñita
Volaba y volaba sin parar.
Quería beberse el azul del mar
Y mordía el agua con su boquita.

Pero tropezó con una ola atroz,
Y pobrecita la mariposa
quedó cojita de una patita.

Las mariposas cojitas
No saben andar.
Las mariposas cojitas
No saben nadar.

¡Camina como puedas entre el oleaje
Como hacen las barquitas valientes!

Después vendrá la luna
Y pintará la mar, mariposa.
Ya no será azul.
Será blanca y redonda como la noche lunar.

Los peces no dirán nada
Porque estarán descansando.
Y tú, mariposa, con tus torpes pisadas
Los vas a ir despertando.

Un montaraz marinero la mira
Desde su barca de madera.
-Mariposa volandera
No andes con tu patita quebrada
entre las olas crispadas.

¡Despliega tus historiadas alas y lánzate al cielo…
…y bébete de golpe el azul naciente de la alborada!





Momentos mágicos



Yo desconfío del tiempo, porque es un asesino del presente. Un asesino impenitente. Sin descanso, sin escrúpulos, contumaz, el tiempo mata continuamente el presente y lo hace suyo convirtiéndolo en pasado. Y lo hace una y otra vez, vertiginosamente, sin tiempo para parar el tiempo. Y uno, cuando va a darse cuenta, ve que ya ha pasado su tiempo. Sí, desconfiad de él. No os dejéis atrapar por su fácil y sutil fluir porque el tiempo es implacable, desalmado, no atiende a súplicas, todo lo quiere para sí.
Y lo que es peor: arrebata la viva alma de las cosas animadas o inanimadas y va deteriorando su ser. Los objetos, el paisaje, los sentimientos, todos son víctimas de su desbocado galopar.
Por eso tuve que aprender a detener el tiempo. Fue tarea ardua y casi imposible, pero lo conseguí. No sin ayuda. Sería injusto no agradecer a las musas (a Nautika también) todo su apoyo, para que hoy, en ciertas ocasiones, haya conseguido que el tiempo se detenga para mí. Entonces el devenir pierde todo su poder destructivo y se transforma en algo benévolo, afable, cómplice, creativo. Son mágicos momentos en donde, libres del paso del tiempo, todo lo que es imposible se hace posible. Es entonces cuando se pueden oír las diminutas pisadas de los trasgos atravesando mi habitación, los leves susurros de las hadas, o los lejanos cantos de las sirenas que envuelven mi imaginación y la pueblan de buenas vibraciones…

A veces la soledad, a veces el silencio




A veces la soledad, a veces el silencio, nos recuerdan que nuestra mente está llena de vericuetos y galerías insondables, a las que sólo podemos acceder en estos momentos mágicos en que la convivencia se detiene y nuestro ser se serena y mira hacia sí. El resto del tiempo las puertas a estos misteriosos caminos están cerradas a cal y canto.

Yo tuve una alumna (¡cuánto aprendemos los profesores de los alumnos!) que, por cierto, no sé que habrá sido de ella, tanta distancia y tanto tiempo después, que dejó escrito en una redacción algo que decía más o menos así: “En la soledad de mi habitación, cuando me envuelve el silencio, entonces miro a mi corazón. Una a una paso las hojas que hay escritas en él, y poco a poco voy leyendo los pormenores de mi corazón.” Ella me explicó que los sentimientos y todas las emociones que iba sintiendo a lo largo del día, se iban esculpiendo en su corazón. Y allí quedaban indelebles. Sólo esperaba que la ocasión le fuera propicia para releer aquellos escritos. Y, según me confesó, a veces lloraba de nostalgia. O de felicidad. Las lágrimas, pensaba yo, resbalarían prístinas sobre sus mejillas entre el silencio, inevitablemente sonoro de su habitación, y la soledad próxima de las voces apagadas de sus padres tras la puerta cerrada de su cuarto.
Desde entonces siempre he tenido presente aquellas razones de mi adolescente alumna. Y he comprobado que la edad nada tiene que ver con estos cuidados.

La soledad buscada y el silencio encontrado son los dos pilares sobre los que se sostiene el ejercicio de indagar entre los intrincados corredores de nuestro entendimiento. Me gusta encontrarme silenciosamente a solas, y, entre el murmullo del silencio abrazarme a mi soledad y, como aprendí de aquella alumna, pasar cuidadosamente las páginas de mi corazón.

La II República


En estos días se han cumplido setenta y siete años de aquel 14 de abril de 1931 en que se instaurara por aclamación la II República en España. Y los adictos al republicanismo lo han celebrado, y los otros, lo han recordado. Es ésta una fecha importante, que no puede pasarse por alto, que a nadie deja indiferente. Más importante que aquel lejano 11 de febrero de 1873 en que se proclamara la I República española. Hoy nadie se acuerda ni de la fecha ni de la esencia de aquella decimonónica, primigenia y efímera I República española que pasó como de puntillas por la Historia de España. En cambio el 14 de abril es otra cosa. Aquí hay connotaciones muy intensas. Tanto, como la conciencia de pertenecer claramente, sin concesiones y con orgullo a uno de los dos bandos beligerantes en la posterior contienda bélica (aún hoy); o como la nostálgica y firme adhesión a los principios renovadores y revolucionarios de aquella República que surgió como de la nada en la ancestral España de aquellos años treinta del pasado siglo que pretendía con toda la buena intención del mundo curar en un pispas todos los males de la España de la España de entonces.

Hagamos un poco de Historia. Estamos iniciando la tercera década del siglo XX. En España han pasado casi de largo las revoluciones liberales del siglo XIX (hay excepciones: no podemos olvidarnos del teniente coronel Riego y el trienio liberal, de 1920 a 1923, cuyo himno, el de Riego, será el oficial de la II República) pero la España profunda, la España atávica no sufrió modificación alguna. Las revoluciones están pues, pendientes. Cuando empiezan los años treinta del siglo XX nos encontramos con una España que acaba de salir de una dictadura (con la aquiescencia del Rey) y que ahora está siendo gobernada por la llamada “dictablanda”. Es una monarquía decrépita en la que el rey no sabe tomar las riendas del Estado. Los intelectuales y el movimiento obrero están sedientos de cambios. Hay que modernizar España. Son ideas revolucionarias para aquella anquilosada y caciquil sociedad que representaba la monarquía de Alfonso XIII
Las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 dan mayoría en las grandes ciudades a los partidos republicanos. La gente, dos días más tarde, se echa a la calle y los acontecimientos se precipitan. Se proclama la República, y el rey tiene e hacer las maletas. Se ha producido un cambio de régimen sin derramamiento de sangre.
Pero la proclamación de la República iba mucho, muchísimo más allá del hecho de que ahora el jefe del Estado fuera el Rey o fuera el Presidente de la República. La salida del rey en barco desde Cartagena era vista como la marcha de todos los males que aquejaban a España en aquel momento y que la gente personificaba en la figura del monarca.
Una vez proclamada la II República hay una explosión de libertad. De derechos. De romper con todo lo antiguo. De construir una nueva España. Enseguida se convocan elecciones, se convocan Cortes Constituyentes, pronto está lista la nueva Constitución; se acometen la reforma agraria, la reforma del ejército, hay un impulso como nunca en la educación, el asunto religioso es tema de debate… España hierve… Tanta libertad y tantos derechos en tan poco tiempo acabaron por atragantársele a los españoles (unos por demasiado y otros por demasiado poco). Total, que aquella situación de efervescencia estalló, y como todos sabemos, dio paso a una cruel guerra civil y a una posterior y no menos cruel dictadura. Luego vino la modélica transición que nos llevó hasta la actual democracia en la que los mismos derechos y libertades que se plantearon hace más de setenta años hoy se han hecho realidad.



Abril


Las flores han irrumpido a mi paso con exuberancia derrochando aromas tornasolados. Yo las miro sin pararme. Lilas, rojas, amarillas, verdes, lilas, rojas otra vez, es una explosión de colores. El aire es más denso y se respira mejor. Las flores, en reverente silencio y sensual movimiento, exhalan colores perfumados. Yo sigo mi camino y las veo cabecear levemente al compás del acariciante viento. Ellas no dicen nada. Parecen envueltas en una misteriosa danza. Yo las miro y las dejo hacer.
Una mariposa se ha cruzado en mi camino. Es amarilla y naranja, verde y añil. Vuela y vuela y se ha posado sobre una roja amapola. Me paro y la observo. Está lamiendo la encarnada corola de la flor. Sus alas, grandes y vistosas, parecen reflejar el amarillo del sol. Las mariposas no saben morder. Lamen con sigilo las entrañas de las flores y a continuación extienden sus alas y levantan el vuelo. ¡Qué libres deben de ser las mariposas!
Yo continúo mi marcha bajo un sol rutilante y un viento tenue. Volanderos insectos revolotean entre las flores. Yo los obvio y los miro de soslayo. Y mientras camino dejo la puerta de mi mente abierta de par en par. La fragancia del blanco azahar penetra en mis pensamientos. El monocorde trino de un pájaro agazapado entre el ramaje de un cercano árbol alegra mis razones. No hay lugar para el desaliento. Todo está a mi favor. Es la vigorosa primavera que se ha derramado sobre la ciudad. Es abril.

Aprendiz de soñador

ERA UN NIÑO QUE SOÑABA
UN CABALLO DE CARTÓN.
ABRIÓ LOS OJOS EL NIÑO
Y EL CABALLITO NO VIO.
… … … … … … … … … …

QUEDÓSE EL NIÑO MUY SERIO
PENSANDO QUE NO ES VERDAD
UN CABALLITO SOÑADO.
… … … … … … … … … …

CUANDO EL MOZO SE HIZO VIEJO
PENSABA: TODO ES SOÑAR,
EL CABALLITO SOÑADO
Y EL CABALLO DE VERDAD.

Antonio Machado (fragmento)

Nos pasamos media vida soñando. La otra media…también. Si hacemos caso a Machado, toda la vida nos la pasamos soñando. También Calderón en su “La vida es sueño” nos dijo aquello de “Que toda la vida es sueño/ y los sueños, sueños son”. Por eso ¡ay de aquél que no sepa soñar…! la felicidad le será esquiva porque la realidad le abrumará y le despistará hasta hacerle su esclavo. Hemos de aprender a soñar. Yo estoy en ello, pero aún me falta mucho, muchísimo, para ser un soñador. A veces, lo confieso, la realidad me agobia, y cualquier pequeñez, cualquier chorrada, se incrusta en mi vida y me impide soñar. Me hace confundir los sueños con la realidad. Y me siento mal porque nunca, nunca, se ha de mezclar lo soñado con lo real. Son dos cosas distintas y discordantes. Y hay que aprender a compaginarlas, porque en el fondo, para un soñador, son lo mismo. Por eso hay que saber soñar.

Hay quien asegura con firmeza que los sueños son realidades por el simple hecho de existir. Por definición, todo lo que existe es real. Irreal sería aquello que ni siquiera se puede soñar. Entonces, el mundo de los sueños existe, es real. Podemos transitar por él con todas las garantías vitales necesarias.

Pero cuidado, no alucinemos. La realidad soñada ya hemos dicho que existe, pero no será un auténtico soñador aquel que sueñe con cosas no sujetas al mundo del orden, del equilibrio. Al mundo de los sentidos y los posibles. A nuestro mundo. No podemos crear un mundo nuevo sometido a nuestras propias leyes. No somos dioses.

La imaginación es la mejor aliada de los sueños. Y la nostalgia, el recuerdo y la memoria sus amigos más fieles. Todos ellos, bien dispuestos, contribuyen a crear sueños, infinitos sueños, que llenan nuestra mente y nos hacen soñar. Y nos permiten afirmar como decía Machado que “todo es soñar/ el caballito soñado/y el caballo de verdad.”


Lluvia sobre la ciudad


Cae la lluvia sobre la ciudad. Serena y disciplinadamente las finas gotas de lluvia inundan las calles de la ciudad. El aire se ha pintado de gris. Desde el frío vidrio de mi ventana miro la lluvia. Algunas gotas repiquetean sobre el cristal, y dejan una señal acuosa que es engullida por el cálido vaho de mi respiración.
La acompasada lluvia envuelve los árboles que hay cerca de mi casa. No hay ni una brizna de viento. La calma es total. Sus hojas, quietas, parecen alegrarse de esta cadenciosa llovizna y, relucientes, se dejan mojar en silencio. Un jilguero se ha escondido bajo el abrigo de una hoja. La hoja, al insistente golpeteo de las gotitas, se mueve con rítmica suavidad. El pájaro mira a un lado y a otro moviendo nerviosamente su cuello. Está mirando como cae la lluvia. Como yo.
La gente, protegida por los paraguas, circula con premura por la calle. Debe hacer frío en la calle. Tras la ventana de mi habitación he dejado escapar un estremecimiento de complacencia mientras me ceñía un poco más mi batín.
Los coches no dejan de pasar. Sus limpiaparabrisas funcionan con toda naturalidad. Las gotitas de lluvia impregnan efímeramente el cristal del coche en cada barrida de estos artilugios.
La lluvia está adquiriendo consistencia. Parece que ahora llueve con más intensidad. El jilguero se ha asustado y se ha marchado.
Si miro al cielo lo veo todo rayado de larguísimas gotas que caen con estrépito en el suelo. En la acera y en la calzada se va acumulando agua. Cuando pasa un coche levanta una gran polvareda blanca como las olas del mar. Pero inmediatamente la lluvia pone orden y deshace el camino que por un momento me ha evocado el mar.
Las gotas de lluvia ahora caen con violencia sobre el mojado suelo lleno ya de charcos. Cada una de las gotas al caer dibuja una aguja de agua y un fugaz redondel que por momentos hacen pensar en un idílico jardín.
Mientras la lluvia sigue cayendo sobre la ciudad la tarde se ha difuminado y una penumbra rotunda anuncia la noche. Y yo, desde mi ventana, miraré la lluvia y pensaré dónde habrá podido ir aquel jilguero…

temps de veda

Temps de veda

Mon pare sempre ha sigut bouero (al Grau de Castelló se’ls diu boueros a aquells que van al bou, és a dir, a la pesca de l’arrossegament). Només en puntuals ocasions ha anat embarcat al fanal el meu pare. Aquestes puntuals ocasions era quan venia la veda, allà a la primavera. Estic parlant dels anys seixanta; ara la veda es fa als mesos d'estiu. La veda abraçava els mesos de març, abril i maig. Aquests tres mesos les barques de bou desarmaven (desarmar significa parar tota activitat pesquera de la barca). Normalment aquest període de temps s’aprofitava per a fer alguna d’aquelles reparacions que no són urgents: pintar la barca, netejar-la de caragolillo, escometre alguna millora en el motor etc. Però tot això es feia sense cobrar un duro. El subsidi d’atur, en aquells anys -fins als anys vuitanta- no contemplava aquesta circumstància; llavors, el mariner sabia que si no s’espavilava, podia passar-se ben bé tres mesos sense cobrar. Tret de contades ocasions -com la majoria dels boueros-, mon pare el que feia era embarcar-se al fanal.
La gran diferència entre el bou i el fanal és l’horari. Al bou es pesca pel dia, i al fanal per la nit. La conseqüència directa de tot plegat és que el mariner del fanal no dorm a casa, doncs allà cap a les set o les vuit de la vesprada se’n va a la barca a pescar tota la nit, i el seu col·lega bouero en canvi, dorm a sa casa, i s’alça enjorn – a les cinc del matí- per fer-se a la mar a les sis o les set, segons estiguera estipulat. Jo, és clar, estava acostumat al ritme que imposava la pesca de l’arrossegament. Per tant ja m’havia fet a allò de dinar ma mare i jo tot sols entre setmana, però, a sopar totes les nits els tres junts. La veritat és que jo preferia aquesta darrera opció. I ho preferia, perquè durant tot el matí jo era a l’escola, i en acabat de dinar me’n tornava a anar-hi. Però quan eixia per la tarda –a les sis- mon pare si no havia aplegat a casa estava a punt de fer-ho. I ja tota la tarda el tenia al meu abast fins que me n’anava a dormir.
Quan venia la veda tot canviava.
En temps de veda, a mig dia en vindre de l’escola, em trobava a mon pare en casa. Moltes vegades estava dormint, i ma mare m’ho advertia només entrar-hi. Quan el dinar ja estava en taula ma mare el despertava. Mentre dinàvem mon pare em contava les peripècies de la jornada nocturna de pesca. Normalment eren més lamentacions que no alegries; que si no havien pogut pegar ull en tota la nit, perquè tota la nit se l’havien passat calant i xorrant, que si havien estat a punt d’agafar una mola d’aladroc de més de mil caixes i que quan ja el bot de boia estava començant les maniobres per a calar, van vindre els galfins i la cosa va quedar en un no res, o que si havien copat una quantitat tan gran de sardina que els mariners no havien tingut prou força –estic parlant de quan encara no s’havien inventat els sistemes mecànics per a pujar l’art a bord i tot s’havia de fer a mà- i havien deixat escapar més de la meitat de la captura... jo l’escoltava embaladit, i en la meua ment infantil es dibuixaven fosques històries de mariners enmig de la negror de la mar.
De vegades les notícies eren falagueres. La seua barca havia agarrat cinc – centes caixes d’aladroc que havien suposat un munt de diners. I jo que pensava sense dir-li-ho a ningú que d’aquesta ens faríem rics. Però a la fi mon pare em feia baixar del núvol dient-me que la quinzena, tot i això la portaven fluixa, total que no entenia res jo de diners. La veritat era que es feia l’hora d’anar-me’n a escola. I jo sabia que en tornar-hi mon pare estaria preparant-se la berena (un saquet on hi havia el menjar per al sopar i el desdejuni) per anar-se’n al moll.
Amb la rua a la mà que ma mare m’havia preparat per a berenar, veia a mon pare eixir de casa cap al port. I llavors un món nou començava per a mi. I una tristor i buidor injustificable m’envaïa.

Nosaltres, mon pare, ma mare i jo –si aquell any la veda abraçava la Setmana Santa, evidentment mon pare no hi podia vindre- sempre anàvem religiosament a acomplir amb el rictus catòlic de veure la processó del divendres abans de la Setmana Santa -la de la “Verge dels Dolors”- i després, ja al divendres sant no faltàvem mai a la tètrica desfilada on eixia en processó el cos jacent de Crist.
Ma mare, en veure la desolada imatge de “la Dolorosa” davant nostre, m’alçava al bracet, i molt baixet, a cau d’orella i amb tota la gravetat del món, em feia repetir sense deixar de mirar amb veneració la trontollosa sagrada imatge, una jaculatòria que en poques paraules venia a demanar-li a la Verge Maria que mon pare pescara moltes caixes de sardina i aladroc.
Després, unes tristíssimes notes de la banda de música tancaven la comitiva; i en sepulcral silenci, la gentada es desfeia en mil direccions.
I aleshores jo sabia que el dia irremeiablement s’havia acabat. Semblava que el jorn estiguera sent engolit a poc a poc per les notes que havien deixat escapar aquells foscos músics còmplices de la meua malenconia.
El fred de la nit primaveral ens acompanyava silenciosament fins al “grupo”, vull dir el "Grupo Los Angeles", que era on llavors vivien nosaltres. Allí ens rebien unes somortes llums que emetien dues solitàries faroles. I ma mare i jo, silenciosament ens deixàvem guiar per aquells dos fanals terrestres com la llum atrau al peix .

La mar en calma




Son aquellos días benévolos, plácidos, mullidos, en que la mar se calma, se aquieta hasta caer en un estado de somnolencia que sólo es turbado por su sordo y cadencioso respirar. Son esas jornadas en que el marinero, cuando se encuentra solo, se queda mirando el mar, y con suma tranquilidad y profunda admiración piensa para sí: "la mar está como una balsa de aceite..."

Es la mar en calma.
Las aguas no tienen fuerza ni para dibujar una ola. La mar es una llanura larga y monótona. Blanca y brumosa. Verde y azul. Una barca aparece entre el plácido mar. A su paso levanta un leve oleaje y construye efímeros caminos de espuma que silenciosamente son engullidos por el sosiego marino. La calma vuelve a reinar sobre el mar. La mar parece que está quieta, que es sólida, pero lo que pasa es que su movimiento es tan lento, tan sensual, tan hipnótico, que confunde las intenciones del que la mira. Son muchos los que se han dejado atrapar por este sortilegio calmoso del mar. Yo, los pensamientos más puros los he tenido mirando la mar en calma. Y es que la mar en calma calma los sentimientos. Los reblandece, los hace dóciles, manejables; hasta las emociones más rebeldes encuentran serenidad y luz al socaire de las tranquilas aguas del mar.

La superficie marina es pulida como un idílico espejo, y en él las nubes rielan su algodonosa apariencia. Pero el mar las hace suyas y las difumina, las diluye, las convierte en entes marinos.

Está cansado el mar y se ha tomado un respiro, dirán algunos. Otros dirán que no. Que el mar no se cansa nunca, que es infatigable, y lo que ocurre es que se ha parado a pensar...








Recuerdos

Quiero empezar este post citando a Jorge Manrique en sus "Coplas a la muerte de su padre": "cómo a nuestro parescer,/ cualquiera tiempo pasado/ fue mejor..." podría seguir con Paul McCartney en su genial "Yesterday" : "yo creo en el ayer", y acabar con una canción popularísima de Karina, "El baúl de los recuerdos", donde nos asegura que "buscando en el baúl de los recueros/cualquier tiempo pasado nos parece mejor". Tan dispares en estilo y en categoría líricas las tres citas, y tan iguales en su fondo. Con esto pretendo afirmar que el pasado, los recuerdos, abarcan un ámbito universal. No importa la condición social y cultural de la persona porque todas, todas, sienten por el pasado un apego más que anecdótico. Es nuestro pasado. Nuestra vida, que ya pasó, pero sigue siendo nuestra. Aun después de muerta. Por eso los recuerdos, que están ahí, en nuestro corazón, -algunos (los científicos) dicen que en nuestra mente-, pero yo sigo pensando que están en nuestro corazón, merecen un tratamiento especial.
Podría pasarme horas y horas hojeando las páginas de mi corazón soñando mis vivencias, y cada día notaría que los recuerdos están más vivos. Poque los recuerdos no mueren. Viven. Según los recordamos su pasado se vuelve más presente. Y están ahí. Y existen. Y casi diría que rozan el presente. Pero si hay una cosa que nos hace inmunes al pasado es la magia del recuerdo. Este hechizo consiste en un filtro que Dios sabe quien lo aplicó al ser humano, que permite diseccionar las vivencias desterrando todo lo que de malo y execrable había en ellas, y mostrarnos sólo la paz y la felicidad de aquel momento pasado. Quizá la muerte sea eso. Pero qué muerte más feliz. Y por qué no pensar que el fin, nuestro fin, sea reencontrarnos con estos recuerdos.
Si cada vez que echamos la vista atrás no hallamos más que logros y plácemes, porque la cruda realidad, ya lo hemos dicho, ha sido eliminada por otra edulcurada y tal vez idílica, y por ello nos sentimos poderosos y victoriosos, yo quiero recordar, pasar las páginas de mis vivencias una a una, mirarlas, recrearme en su sustancia, sin rencores, porque el rencor no cabe, pues ha sido eliminado, sin tristeza, porque la tristeza no pertenence al recuerdo sino al presente, y con alegría, porque mis recuerdos desbordan alegría. Por eso quiero terminar el post recordando otra vez al ex beatle y decir que yo, como él, también creo en el ayer.

Las rederas

Las rederas

El puerto pesquero es un sitio ameno y dinámico. Parece que la actividad es consustancial a los negocios del muelle pesquero. Sólo muy de tarde en tarde ese dinamismo decrece. Es cuando se acerca la hora de comer. Aquí sí. Durante un par de horas las idas y venidas de los trabajadores cesan de plano. El sol, siempre el sol más fuerte del día, sea verano o invierno, se adueña entonces de las calles marítimas que forman la ribas del muelle. El paisaje portuario se ha vuelto estático y mortecino: carros aparcados con la cabeza baja, montones de redes dispuestas ordenadamente frente al mar, artes pesqueros expuestos sobre la tierra pedregosa, algunas piezas de motor resecas y vanas, manchas de aceite o petróleo en el suelo, penetrante olor a mar y combustible. Sólo las gaviotas con su quejumbroso graznido o un marinero con su cansino andar camino de la barca o camino de su casa, alimentan la vida del puerto a estas intempestivas horas.
Si uno pusiera su atención en mirar las numerosas redes, que parecen dominarlo todo, se encontraría con que las hay de diversas clases y texturas. Unas son pardas, otras son azules, otras blancas. Las redes son las dueñas del muelle pesquero porque los peces se pescan con las redes, por lo tanto el marinero presta todo su celo y cuidado en que estos artes pesqueros estén perfectamente a punto para ser lanzados al mar. De eso se encargan los rederos y las rederas.
Aquel que visite el muelle, aun en días festivos, se encontrará con estos trabajadores de la mar pululando por entre los artes pesqueros, que, ya sentados sobre las redes, ya de pie, se esmeran con gesto diestro y firme en subsanar los desperfectos en los artes pesqueros.
Desde muy pequeño recuerdo el puerto pesquero, y siempre que rememoro aquellos años de mi infancia, por muy lejanos que éstos sean, siempre en mi memoria destaca la presencia de los rederos y rederas cuidando de las redes. Son personajes que parecen adscritos a las redes. Allí donde hay una red extendida aparecen ellos. O ellas. Porque hay que apuntar que si de la pesca del cerco se trata, hay más, muchas más, rederas que rederos, en cambio, en la pesca de arrastre ocurre al revés.
En los días luminosos de verano o en los días soleados invernales las rederas protagonizan el paisaje del muelle. Son, en su mayor parte, mujeres que están remendando los artes de la pesca del cerco. Las redes, dispuestas todo lo largas que son, parecen imaginarios ríos parduscos. Y sobre su imaginado lecho estático, un puñado de rederas están aplicadas en su labor. Están sentadas sobre la misma red. Un poderoso sombrero de paja, o un viejo paraguas sujeto a una pequeña silla para protegerse del sol son todos sus aditamentos. A veces, ni la silla. Su cuerpo, rechoncho y de oscuras tonalidades, se asienta sobre las redes. Los artes pesqueros están sembrados de mujeres de esta guisa. Quietas, ensimismadas en unas rítmicas abluciones que ejecutan con endiablada rapidez aguja en ristre. Mirando con fijeza las redes.
Nunca se han parado a pensar si aquel destrozo de la red ha sido ocasionado por un mal encuentro con una roca del mar, o por la visita de los delfines (esto era antes, ahora no), o por alguna otra razón. Ellas seguirán en su ocupación enhebrando hilo con hilo, confundiendo la tosca fragancia de la hebra, con el remoto sabor a mar que rezuman las redes, y no pensarán que mañana, o esta misma noche, será su marido o su hijo, quien cogerá con pulcritud estas redes y las depositará suavemente sobre las aguas del mar.

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