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Feliz Navidad


Ya se pueden oír en la noche callada sus sordas pisadas. Vienen con paso leve y parsimonioso, como requiere la ocasión. Los árboles luminosos anuncian su llegada. La ciudad está llena de árboles de Navidad. Y cada vez que miro sus chillonas luces advierto el anuncio de venturosas jornadas. Ya no soy un niño, pero en un rincón de mi alma anida el niño que fui. Y siento que ya se acerca el día.
La Navidad, para mí, siempre ha sido una sucesión de días apacibles que tenían como colofón el día de reyes. El día de los juguetes. Han pasado los años a borbotones, y me he hecho mayor, y ya no espero los juguetes de mi infancia, pero la sucesión de las fiestas navideñas conservan en mí el recuerdo feliz de aquellas jornadas soñadas de mi niñez.
Por eso, cada vez que se acercan estas fechas me entran unas ganas tremendas de compartir mi estado de ánimo con las demás personas. Ya sé que no nos tocará el gordo tampoco este año, que, sin remedio, otra vez tendremos que asistir a cenas y comidas familiares, que la lista de la compra se dispara, que nuestros bolsillos se quejan de tantos regalos, que otra vez pensaremos un deseo en nochevieja que no se cumplirá, que se nos atragantarán las uvas, que nuestro estómago protestará de tantos excesos…
…Pero por encima de todo esto está la ilusión de haber vivido un año más con la misma esperanza de antaño. Esa que te hacía pensar que de verdad había alguien que velaba por nosotros y nos lo demostraba con un montón de regalos por nuestro buen comportamiento a lo largo del año. Nada es mentira, todo existe, aunque en fin todo sea un sueño, solamente un sueño.

Feliz Navidad a todos y todas y que el próximo año 2011 sea un año que os dé felicidad y buenas vibraciones a manos llenas.



El hombre triste


El hombre triste está sentado en un banco del parque. Su mirada no mira a ninguna parte porque es una mirada triste. Tan triste como las hojas que caen silenciosamente a su alrededor dibujando un mullido y crujiente suelo de color ocre. Pero él no dice nada. Sólo piensa y calla.
Esta mañana le he vuelto a ver en el parque. Estaba sentado en el mismo frío banco. Él solo, sin nadie que le acompañe. Le he visto más triste que ayer. No tiene amigos porque está triste. Y la tristeza no es buena compañera.
Unos niños ligeros y vivarachos corretean detrás de un oscuro balón. Sus blancas voces no alegran su negro semblante. El hombre triste de vez en cuando saca una botella de vino de su bolsillo y se la lleva a la boca. Una mueca de satisfacción ilumina por un instante su rostro. Luego, otra vez tristeza.
“¡Borracho…!” he oído que murmuraba con desprecio una grave señora al pasar junto al hombre triste sentado en su banco del parque.
El hombre triste soporta el frío de diciembre sin protestar. Nada espera del mundo. Sólo mira la vida pasar. Y entre trago y trago de vino peleón, como quien no hace la cosa, se atreve a soñar en remotos días de su lejana juventud. Y se pone más triste aún.
Se acerca la Navidad y el hombre triste sigue igual de triste.
Es de noche. Unas luces saltarinas verdes y amarillas brillan colgadas de la barandilla de un balcón. El hombre triste se las queda mirando y no dice nada. Sólo piensa y calla.
Es Navidad. Tiempo de alegría, piensa. Y se ríe entre dientes de pura tristeza, mientras musita:“..de alegría…”


Perro ladrador...


Andábamos paseando por el marjal del Grao de Castellón mi padre y yo una fría mañana de diciembre de hace muchos años. Tantos, que yo aún era un crío. En aquel tiempo solíamos acudir muy a menudo a pasear por los estrechos y terrosos caminos que forman un sinuoso laberinto entre las acequias que dominan el paisaje del marjal. El marjal es un sitio feraz, breve y exuberante de flora y fauna. En las estancadas aguas de las acequias atestadas de verdín, nadan libres y felices los diminutos jaramugos (samarucs en valenciano), croan alegremente las ranas saltarinas, y revolotean miríadas de insectos volanderos. En cada recoveco, una alquería. Y en cada alquería un perro ladrador que alerta de nuestra inofensiva presencia.
Al doblar un camino advertimos una alquería que tenía la valla abierta. En su interior había un perro faldero que, atado a un árbol, se desgañitaba en agresivos ladridos, que iban sin duda dirigidos hacia nosotros. ¡Caramba con el perrito! ¡Qué furia! ¡Qué violencia! Es verdad que era pequeñito, pero a nosotros nos imponía serio respeto aquellos desgarrados ladridos. Menos mal que está atado, pensé. De lo contrario este animalucho sería capaz de atacarnos. Nos quedamos mirándole. Cada vez ladraba con más rabia. Nosotros, protegidos por la seguridad de la cuerda que ataba al chucho, nos sentíamos al margen de su ira. Y, no sé si por morbo, o por alguna otra cosa, seguimos allí, delante del perro, a escasos metros de él. El perro ladraba, gruñía sin parar y daba saltos inútiles en busca de zafarse de su atadura. Sus afilados dientes, que daban dentelladas al aire, aparecían recubiertos de blanco espumajo. Aunque era pequeño, daba miedo, la verdad.
Y de pronto, sucedió. La cuerda que ataba al perro se rompió, y el perro quedó libre.
No sé si nos sorprendimos más nosotros o el perro. Nosotros quedamos helados, quietos y muertos de miedo. Esperando el inmediato ataque del perro. Pero el perro también se sorprendió. Quedó serio, callado, y, súbitamente, dócil, como desarmado. Echó una rápida mirada hacia nosotros, luego miró la maltrecha cuerda que le sujetaba hasta que se rompió, y después de esto, dio media vuelta, y chillando amargamente como si alguien fuera a pegarle, huyó y desapareció entre el espeso follaje del marjal.
Mi padre y yo nos quedamos quietos, atónitos… y aliviados.
Entonces, mi padre, con grave semblante, recuerdo que dijo estas palabras, que en su momento no entendí y que ahora creo entender:
-¿Te has dado cuenta, Miguel? Se ha comportado como muchas personas…

Adaptación hedónica


En su libro “La ciencia de la felicidad”, la profesora de Psicología en la Universidad de UCLA Sonja Lynbomirsky hace referencia a lo que ella llama la “adaptación hedónica”.
En pocas palabras la “adaptación hedónica” vendría a ser que el ser humano se cansa, o mejor, se acostumbra, tarde o temprano a los estados placenteros o felices.
Si el sueño de nuestra vida ha sido tener un trabajo como el que tenemos, a la larga esta situación de satisfacción por nuestra tarea laboral se va diluyendo, y acaba uno por perder el interés que un día tuvo. El trabajo se hace rutina, y se pierde la felicidad de un principio. Este sería un ejemplo de la adaptación hedónica, pero podríamos poner muchos. En resumen, el placer y la felicidad, se agotan por sí solos. Hay que ir refrescando las circunstancias que rodean al hecho que en un momento dado nos produjo felicidad. Pensemos en cualquier tipo de placer y veremos que la repetición mecánica y exhaustiva del acto que nos produce placer, acaba por aburrirnos. La clave está pues en la renovación periódica. Y lo mismo nos pasa si hablamos de felicidad. Un estado de felicidad no puede tener los mismos condicionantes siempre. Vale como muestra el mencionado ejemplo del trabajo. Yo siempre quise dedicarme a la docencia. Y a ello es a lo que me dedico. Pero os tengo que decir, que de aquel maestro que empezó a ejercer su profesión allá recién estrenada la década de los ochenta del pasado siglo queda bien poco. Y aún afinaré más la nota. Sólo me parezco en lo esencial al profesor del curso pasado. Y es que cada día me voy renovando. Aún tengo ilusión por ver si mañana les cuento algo nuevo sobre el tema que estamos dando. Como si fuera la primera vez. Esto me demuestra que la felicidad que yo he alcanzado en mi profesión es gracias a esta continua búsqueda de nuevos horizontes. Tengo compañeros que están hastiados de la docencia. Que dicen que empezaron con mucha ilusión, pero que ahora la han perdido. Lo que les pasa a estos compañeros es que se han vuelto acomodaticios, y no han renovado la ilusión. Entonces a fuerza de repetir rutinas han perdido la felicidad. Han sido víctimas de la “adaptación hedónica”.
¿Qué os parece esta teoría? ¿Estáis de acuerdo? ¿Os pasa eso a vosotros?

El alma de los libros


Muchos no lo saben; por eso cogen los libros despreocupadamente y cuando terminan de leer, los dejan de cualquier manera. Sin tomar las debidas precauciones. Sin acomodarlos correctamente en su sitio. Hay quien, incluso, deja el libro abierto y lo coloca imprudentemente encima del sillón. Y se va. Y allí se queda el libro abierto. Solo, sin nadie que le controle. Esto constituye un serio peligro. Y más si es por la noche… Esto no se debe hacer nunca. Ahora os contaré por qué.
Los libros tienen alma. Dicho así la gente es reacia a creérselo. Pero yo tengo la prueba de ello.
Hace tiempo que lo sé. Me di cuenta de pequeño. Fue con un cuento de brujas. Me lo regalaron cuando cumplí cinco años. Hace casi cincuenta años…. Y aún me acuerdo. Hay cosas que no se olvidan nunca.
Pues bien, aquel frío día de enero de 1963, con motivo de mi cumpleaños, mi tía Mari Carmen llegó a mi casa con un regalo. Era un libro de cuentos. Precioso. Con una tapa dura donde, a todo color, había dibujada una bruja fea y anciana montada en su escoba volando con fruición por los aires. Pero lo que yo no sabía era que aquella bruja era una bruja mala. Tan mala que era capaz de tomar la forma de un gato, o de una perdiz, o de un cerdo, o de un asesino, y entrar en cualquier casa tranquilamente y acabar con la vida de sus habitantes. Era una bruja requetemala…. Pues bien, mi padre me contó el cuento por la noche, y cuando me entró sueño, dejó el libro abierto sobre una silla y después de darme un beso, apagó la luz y se fue. Y yo me quedé dormido.
La noche fue pasando lenta y oscura. El silencio invadió toda mi habitación. Y mi mente se llenó de sueños. Y fue entonces cuando sucedió. La bruja del cuento, vestida de negros ropajes, y oscuro y puntiagudo gorro, salió de un salto del libro y se presentó junto a mi cama. Yo me asusté. Quise gritar, pero mi garganta estaba seca, atrofiada, muda. Y ella, la bruja mala, empezó a reírse estridentemente mirándome con aquellos ojillos malvados. Quise levantarme y huir. Pero mis piernas no me respondían. Estaba atrapado. Atrapado en un sueño. La bruja, de pronto, dejó de reír y me miró seria. Y me dijo algo que yo no entendí. Quería llevarme con ella. Me cogió de un brazo, pero yo le mordí con todas mis fuerzas la mano y me soltó. Entonces montó en cólera y sacó su escoba para pegarme. Pero en aquel momento se abrió la puerta de mi habitación y apareció mi madre. Y la bruja, de un salto, volvió al cuento de donde había salido. “¿Qué pasa? ¿que estabas soñando…?” y yo entonces recuperé el habla y le dije: “Mamá cierra el cuento, de prisa…” y ella sin entender lo que acababa de pasar, de forma rutinaria lo cerró. Y ya nunca más volvió a salir del libro aquella malvada bruja.
Pasaron los años y me hice mayor. Y el libro de cuentos, con la bruja atrapada dentro del libro, con su sempiterna infame sonrisa y su mala fe, seguía pintada en las páginas amarillas del cuento. Ahora es inofensiva. Es inofensiva porque supe tomar las debidas precauciones, que son las mismas que tomo con todos los libros. Y es que hay que respetar el alma de los libros. Nunca se debe dejar un libro abierto en medio de la noche. Su alma puede desprenderse del libro y materializarse en el mundo de los mortales. Y esto es peligroso. A veces es una bruja mala, como me pasó a mí, que aunque era muy mala, por lo menos era visible y mi madre la pudo ahuyentar. Pero pudiera ser que el alma del libro fueran ideas. Y las ideas son invisibles y adoptan formas etéreas. Y entonces no nos damos cuenta hasta que nuestra mente se resiente porque las ideas han penetrado en él y la han contaminado. Y entonces somos víctimas de sus manejos. Que pueden ser buenos o malos. Pero en todo caso, estamos, sin saberlo, presos del ánima del libro. Y esto no es bueno. Porque los libros, que en sí son buenos, y algunos hasta ambles y amenos, viven en su dimensión. Y allí es donde cumplen su importante misión de ser depositarios de todo el saber del ser humano. Por eso hay que cuidarlos, mimarlos, acariciarlos, leerlos con los ojos bien abiertos, y después, cuando acabemos de leer, hay que cogerlos y depositarlos en su sitio. Bien cerraditos. Para que este mundo mágico que encierran estas páginas llenas de palabras o imágenes cumpla su misión, que no es otra que acompañar a la gente en sus pensamientos, alegrándole la vida o disponiéndole a felices reflexiones.

Gratitud


Hace ahora un año, en una clase de primero de ESO, sorprendí a una alumna copiando en un examen de Geografía. Me sorprendió porque se trataba de una alumna que yo tenía por buena. Y en efecto lo era. No tuve más remedio que, con toda la sangre fría de que fui capaz, acercarme hasta ella y pedirle que me enseñara lo que tenía en su mano izquierda. La abrió y dejó caer sobre la mesa un arrugado papel donde había escrito con minúsculas grafías un completo resumen del tema motivo del examen. La clase, atenta a mis evoluciones, dejó sus exámenes y fijó la vista en nosotros. El silencio era casi estridente. “¿Qué es esto Sonia?” (el nombre es ficticio, porque los hechos son reales y no quiero herir susceptibilidades). Sonia no me contestó. Se puso a llorar mientras tapaba su cara con los brazos muerta de vergüenza y sinceramente humillada. No tuve más remedio que cogerle el examen mientras le ponía en bolígrafo rojo, bien visible en lo alto de su hoja de examen, “Copiado”. Me fui hacia mi mesa y dejé a la niña sollozando amargamente. Yo, por dentro, me sentía fatal. El resto del alumnado miraba alternativamente a Sonia y a mí esperando el siguiente paso. El siguiente paso fue dirigirme a la clase con imperiosa voz y decirles que cada cual se dedicase a lo suyo. Y la sesión siguió normalmente hasta que se acabó la clase y recogí los exámenes.
Al cabo de un par de días, a la hora del recreo, mientras me tomaba mi cortado en la barra de la cantina del instituto, se acercó Sonia que, toda seria, me dijo que quería hablar conmigo. Me dijo, entre lagrimillas que resbalaban por sus mejillas, que estaba muy arrepentida de haber querido engañarme, y que no sabía cómo había podido llegar a hacer una cosa así, y que era la primera vez que lo hacía, y que me pedía perdón por ello, y que me juraba una y mil veces que nunca más lo volvería a hacer. Yo sólo le contesté lacónicamente que aquello que había hecho estaba muy feo y que me sentó mal porque me sentí engañado. Y la niña, secándose las lágrimas, me dijo que me pedía por favor que no se lo dijera a nadie, que aceptaba el castigo que fuera porque se lo merecía, y me volvió a pedir perdón diciéndome que sería la primera y la última vez que lo hacía. Que había aprendido muy bien la lección. Yo me quedé pensando.
Después de muchas dudas, al final me convencí de que lo mejor sería obviar la actuación de Sonia. Sí. Hablaría con ella y le diría que la perdonaba, que no tendría en cuenta su acción y que el examen no le contaba para la nota final. Y así lo hice. Un día a la hora del patio se lo dije. Se le iluminaron los ojos de alegría y de emoción y me dio las gracias. Y así acabó la cosa. Ya no se volvió a hablar más del tema. La niña siguió el curso con toda normalidad y al final sacó un notable.
Este curso la tengo en mi tutoría. Así es que, como es preceptivo en nuestro centro, en el mes de octubre hicimos la reunión con los padres y madres de nuestros alumnos. Al terminar la reunión, se me acercó una mujer que dijo ser la madre de Sonia. Y después de presentarse me dijo que estaba muy agradecida de mi actuación con el asunto del examen. Yo me quedé sorprendidísimo, y ella me dijo que su hija se lo contó todo. Que había copiado en el examen; que yo le había pillado copiando y que luego le había perdonado. Y me volvió a dar las gracias. Y vi en su rostro verdadero agradecimiento. Y me sentí feliz.

Misterioso mensaje en el día de difuntos


Pablo sintió mucho la muerte de su amigo José. Fue una muerte repentina. Un estúpido infarto sesgó la vida de su inseparable amigo cuando aún no había cumplido los cuarenta años.
Después de un par de años Pablo empezaba a superar aquella terrible pérdida. Y entonces ocurrió. Justo el día de las ánimas, Pablo, al abrir en su ordenador el correo, encontró en su bandeja de entrada un e-meil inquietante. Llevaba la dirección de Pablo. En un principio se sobresaltó. Luego pensó en que alguien, tal vez su hermano, estaba utilizando su correo. Pero no le encontraba mucho sentido. Estuvo tentado de borrarlo directamente. Pero con los dedos temblorosos y los ojos ansiosos apretó la tecla y abrió el correo. Y esto es lo que pudo leer:

“Estimado Pablo, te escribo desde eso que vosotros los mortales llamáis “más allá”. No te asustes, nada temas. Yo estoy bien. Muy bien. Jamás pensé que podría llegar a estar tan bien como estoy ahora. Pero te escribo para que sepas que aquí tampoco nada es definitivo. Por lo menos, no para todos. Paso a explicarte un poco, de primera mano, eso sí, todo aquello que cuando estaba en el planeta Tierra constituía uno de nuestros más insondables problemas. ¿Qué hay después del acto de la muerte? Ahora lo sé. Y quiero que tú, querido amigo mío, también sepas qué te espera cuando partas de ese mundo en donde vives ahora.
Mira, nada más perder la conciencia de que estás vivo, te ves envuelto en una suerte de sueño extraño donde alguien, muy amablemente, te llama por tu nombre y te despierta. En mi caso resultó ser mi padre (que como sabes falleció veinte años atrás) y ante mi sorpresa me cogió de la mano y, sin abrir la boca, me dirigió unas palabras confortadoras (telepatía se le llama a eso, pero vosotros no la domináis, y aquí toda la comunicación funciona así) y me dijo que ahora yo estaba muerto. Que me hiciera a la idea de estar muerto. Que me olvidara del mundo terreno. Y que le siguiera. Que él, tan pronto me guiara hasta mi grupo de almas, regresaría al suyo y ya no nos volveríamos a ver.
Por el camino hablamos de muchas cosas, nos pasamos el rato riéndonos. Ni gota de tristeza, ni atisbo de melancolía. Aquí se respira felicidad a manos llenas. Y de pronto, una nube ocre apareció ante nosotros. “Aquí están” me dijo. Yo debo irme. Y se fue. Entonces reconocí, sí, reconocí a mis viejos compañeros, me alegré muchísimo de verlos. Eran almas que desde toda la eternidad habían estado unidas a mí. Nos conocíamos. Sólo el paréntesis terreno nos había separado. Y ahora volvíamos a estar juntos. La alegría fue infinita. Y entonces, juntos, revisamos mi vida. No puedo hablarte de cuánto tiempo duró esta revisión porque aquí no hay tiempo. El tiempo es algo que sólo existe para los mortales. Aquí el tiempo no discurre. Es eterno. Bueno, ya lo entenderás; con tu mente humana es imposible. Y como te digo, vimos lo bueno y lo malo que hice en esta vida que he compartido en gran parte contigo. Y después, alguien a quien vosotros llamaríais un ángel (mi ángel de la guarda), sí, Pablo, existen los ángeles de la guarda, me invitó a que reconociera mis errores. Que por cierto, no eran muchos, pero sí suficientes como para tener que volver a encarnarme. Te explico un poco eso. Cuando se alcanza un grado de perfección determinado, las almas ya no se reencarnan más y pasan a ser ángeles (como les llamáis vosotros), pero yo aún estoy verde, aún tendré que encarnarme unas cuantas veces más.
Lo bueno de esto es que uno tiene libertad para elegir su próxima encarnación en la Tierra, siempre según sus deudas kármicas. Y yo estoy por encarnarme en la forma de una mujer que nacerá en la India. Allí podré saldar muchas deudas kármicas. A ver si mi naturaleza humana tiene la fuerza suficiente para ello, porque te diré que quien se muestra débil y no lo soporta, es decir, quien se suicida, inmediatamente se le obliga a encarnarse en algo muy parecido. Tiempo perdido, pues.
Estaré por ahí hasta entonces, y cuando nazca en la Tierra, todo esto que te cuento, se me habrá olvidado. Y, provisionalmente, seré otra vez un humano, como tú lo eres ahora.”

Pablo, inmediatamente después de leerlo, quiso borrarlo. Sospechaba que era obra de algún gracioso.
Pero, ante su sorpresa, no pudo eliminarlo de ninguna de las maneras. Quedó grabado de alguna extraña manera en las entrañas del ordenador y no hubo forma de borrarlo. Y lo dejó ahí.
Al día siguiente sintió la necesidad de enseñárselo a su mujer. Pero el correo ya no estaba. Había desaparecido. Pablo pensó en alguna jugarreta de estas incomprensibles que a veces nos juega la informática y no le dio más importancia.
Pasó un año, y justo el día de las ánimas volvió a aparecer el correo. Lo abrió, y resultó ser el mismo que recibiera ahora hacia un año. Y desde entonces todos los años, el día de las ánimas Pablo recibía el mismo correo electrónico. Y en silencio y sin decir nada a nadie volvía a leer la misma misiva que un día recibió en su ordenador.

La Edad Media


En la clase de segundo de E.S.O estamos dando la Edad Media. Es una época fascinante. Una época que fue denostada en el pasado (de ahí el nombre de “Media”, como diciendo que está entre la brillantez intelectual y artística de la Edad Antigua y el esplendor de la Edad Moderna con sus descubrimientos tanto científicos como geográficos). Fue llamada la “Edad de las tinieblas”. Y así, en este concepto se la ha tenido hasta hace relativamente poco.
Hoy la Edad Media es una etapa atractiva para el ser humano del siglo XXI. No hay más que ver la cantidad de películas y novelas que se hacen hoy en día que tienen como marco histórico el medievo.
Realmente fue una época muy distinta a todas las demás, con sus peculiaridades y sus características propias. Y eso es lo que es motivo de estudio en las clases de educación secundaria.
Me gusta hacer un ejercicio de imaginación entre los alumnos y llevarles a pensar qué harían, cómo se comportarían si estuvieran metidos en aquellos años. Si en un imaginario túnel del tiempo pudiéramos viajar allí, qué ideas, qué costumbres, qué leyes, qué cosas en fin, se traerían hasta el presente. Y también al revés. Qué cosas les parecen retrógradas y aborrecibles de aquellos años. Y entonces hacemos la comparación. Siempre surge vencedora de estas exigencias la libertad. Los alumnos de hoy aman profundamente la libertad en todos los ámbitos. Y ven aquellos años como represivos, como faltos de libertades individuales. Y esto es lo que más les llama la atención. A cambio se traerían de aquellos tiempos medievales la pureza de un cielo sin contaminación, de unos bosques intactos y un mar inmaculado.
Pero esta semana hemos dado un paso más. Hemos empezado a estudiar los inventos y descubrimientos de la Edad Media. Y entonces es cuando se han dado cuenta de que tanto en tecnología como en otros terrenos aquella sociedad era muy diferente a la que ellos conocen. No conciben una vida sin televisión. Sin coches. Sin luz eléctrica. Sin ordenadores. Sin teléfonos. Sin tiendas de ropa. Una casa sin baño. Sin espejos. Sin reloj. Sin patatas. Sin tomates. Sin cigarrillos…
Yo les hago entrar en la piel de un chico o una chica de su edad en aquellos años y alucinan. Y se encuentran perdidos. No sabrían vivir. Y entonces una chica me hizo una pregunta que en un primer momento me pareció tonta e ingenua: ¿Nos podríamos llevar a la Edad Media algún invento del presente? Y después de decirle que esto sería desnaturalizar la historia, cambié de opinión. Sí, podrías llevarte algo. ¿Tú que te llevarías?, y sin dudarlo dijo que su móvil. Sin él no podía vivir. Hubo algunas risas entre el alumnado. Pero entonces la pregunta, que me pareció simple en principio, se me antojó interesante. Y entonces se me ocurrió que escribieran en un papel el invento que se llevarían a la Edad Media. Y todos se pusieron con frenesí a buscar un papel y poner su invento del alma sin el cual no podrían vivir.
Les dejé unos minutos. Minutos que empleé en hacerme a mí mismo la pregunta. Saqué un papel y cogí un bolígrafo. Y no supe qué responder. La verdad es que hay tantas cosas que nos atan y que nos guían la vida actual, que quedarse con una sola es imposible. Y dejé mi papel en blanco.
Pasó el tiempo y recogí los papeles. Hecho el escrutinio de los inventos, resultó ganador por mayoría absoluta el ordenador (Internet), seguido por la televisión.
Me gustaría saber vuestra opinión sobre el tema. ¿Hay algún invento (no hablo de avances sociológicos y políticos, me refiero a lo puramente tecnológico) al que le tengáis un cariño especial y que da sentido a vuestra vida? O, por el contrario, os pasa como a mí, que hay tantas cosas a las que estoy sujeto, que no puedo prescindir de prácticamente de ninguna…

De paso



Luís, una vez llegó al pueblo, quiso saber dónde estaba la casa de aquel sabio que, imitando al filósofo Diógenes el Cínico, vivía de forma tan escueta que sólo precisaba para vivir del sol, el agua y de algo para comer. El resto, satisfechas las necesidades naturales, le sobraba. Y era feliz.
Así es que, cuando llegó, preguntó por él, y allí que se fue.
Luís era un hombre de los que se podría decir normal. Con sus cuentas bancarias más o menos exiguas, con su trabajo, con su mujer y sus hijos. Con su familia. Pero era curioso. Le gustaba indagar y buscarle las cosquillas a la vida. Y a veces se las encontraba. Como ahora. Que estaba a punto de conocer a un hombre singular. Un ser humano que no estaba cortado por el patrón al uso de todos los demás mortales. Y esto le interesaba sobremanera. Le habían dicho que aquel hombre era un sabio. El lo ponía en duda. Más bien le parecía un aprendiz de loco. Tal vez un loco encantador, pero un loco a fin de cuentas. Y ese era el tipo de personas que fascinaban a Luís. Porque, él lo dijo más de una vez en sus crónicas que escribía en un diario local; ese tipo de personajes son los que suelen meter el dedo en la llaga. Los que, desde su delirio, nos advierten de los peligros de nuestra agobiante, y estúpida, vida material. Y más de un lector le había dado alas y le había animado a seguir por ese camino. Por el camino de la búsqueda de personas que se salieran de los rieles del tren que conducía a los humanos por la vía única del materialismo. Y en eso estaba.
Luís, mochila al hombro, dirigió sus pasos hasta las afueras del pueblo.
Cerca del río, al arrullo del rumor del pequeño riachuelo adivinó la choza de quien él quería visitar.
Ciertamente era un insignificante habitáculo. Una cabaña apuntalada con retorcidos troncos y rematada con secas cañas que formaban el frágil techo, constituía aquel simple hogar.
Frente a la puerta había alguien tomando el sol.
Cuando Luís llegó, se presentó. Era un periodista que quería hacerle una entrevista. Si tenía algún inconveniente. No hubo problemas. Que preguntara, que él le respondería solícito.
Luís empezó la entrevista con las preguntas de rigor. Que cuál era su nombre, que cómo había llegado a este pueblo, que a qué se dedicaba… y después empezó a profundizar un poco más. Se enteró de que vivía de la limosna de la gente del pueblo. De que se pasaba prácticamente todo el día contemplando el paisaje, escuchando el trino de los pájaros, oliendo el aroma de las flores. Que sólo abandonaba su cabaña para bajar al río por agua.
Y ya por fin quiso hacer la pregunta lapidaria. Y mirando la vacía estancia preguntó ¿Cómo podía vivir sin a penas nada?
Entonces, el sabio, antes de contestar miró a Luís. Y señalando su mochila le hizo la misma pregunta. Que cómo podía vivir él con tal sólo una pequeña mochila.
Luís, esbozó una sonrisa. Y le respondió:
-Es que yo aquí sólo estoy de paso…
A lo que el sabio, sin solución de continuidad le dijo:
-Y yo también estoy en esta vida de paso…

Palabras incómodas


Fue leyendo un artículo de Carmen Posadas titulado “Palabras feas” que se me ocurrió redactar este post, que, como digo está inspirado en dicho escrito.
Tras su lectura he llegado a la conclusión de que hay algunas palabras cuyo uso resulta incómodo. Y por eso cada vez se usan menos, ya que su contenido no significa casi nada para la gente moderna. Y como cada vez tienen un significado menor, cada vez comprometen a menos, acabarán por no significar nada. Y entonces, esta palabra, por falta de uso, por inútil, se anquilosará y morirá.
A estas palabras Carmen Posadas las llama “palabras feas” y son las siguientes: “culpa”, “responsabilidad”, “esfuerzo” y “censura”.
Empecemos por la última, la “censura”. Tal vez el paso atroz del franquismo por la España del pasado siglo, que nos llevara a luchar contra aquella censura franquista, haya podido viciar el significado del término censura, que literalmente significa “juzgar el valor de una cosa, sus méritos y faltas”, nada más. Hoy, nadie que se precie de ser políticamente correcto está autorizado a censurar nada. Porque hoy parece ser que nada es susceptible de ser censurado. Ni lo éticamente reprochable, ni lo abiertamente malintencionado debe ser censurado. Nadie quiere convertirse en un censor. Todo vale, pues, porque lo que no vale es censurar. Sólo censuran los fachas, los retrógrados. Sin embargo, en mi profesión, la de docente, irremediablemente, tenemos que acudir al ejercicio de censurar una y otra vez, pero para salvaguardar nuestra pureza cívica, más nos vale utilizar verbos como “reconducir”, “guiar” o “amonestar”, que suenan menos impositivos.
Otra palabra trasnochada es “responsabilidad”. Yo me acuerdo en mis años mozos las veces que me repetían, tanto mis padres como mis maestros aquella manida cantinela de que teníamos que ser responsables, que teníamos que comportarnos como adultos. Ahora, en cambio, el tema es al revés. Los niños no deben parecerse a los mayores. Son niños y por tanto deben comportarse de esta inocente manera el mayor tiempo posible. Sin darse cuenta que la responsabilidad, o se aprende muy pronto, en la niñez, o no se aprende nunca. Y la infancia se alarga y se alarga… y la adultez parece no llegar nunca. Con lo que tenemos toda una generación de adultos aniñados que no quieren saber nada de responsabilidades. Bien haríamos los docentes en no cejar en el antaño empeño de inculcar en nuestros alumnos esta “fea palabra” que compromete a tanto, exigiéndoles sin ningún tipo de escrúpulo, aquello que nos exigían nuestros maestros, responsabilidad.
Tampoco es conveniente asumir ni aceptar abiertamente la palabra “culpa”. Otra vez el nacional-catolicismo del régimen anterior cobra aranceles. Antes, la sombra de la culpa y el pecado dominaban nuestras acciones. Había infinidad de cosas que estaban prohibidas, o lo que era peor, eran pecado. Según se tratara de temas políticos o morales. Yo, que viví mi niñez en los sesenta del pasado siglo y mi adolescencia en los primeros setenta, padecí esta represión psicológica. Y debo confesar que muchas veces me sentí culpable de conductas o ¡pensamientos! que se desviaban de la recta senda que dictaba nuestro gobernante y todo el aparato estatal de entonces. Hoy la gente está libre de todo eso. Libre de pecado, libre de culpa. Ya no existe el maldito yugo que atenazaba las conciencias de los españolitos y nos obligaba a ser sumisos y obedientes al credo franquista. Tardamos casi cuarenta años en descubrirlo, pero hoy sabemos a ciencia cierta que nada es pecado porque el pecado no existe; era una invención, un engañabobos urdido maliciosamente por el régimen. Y la culpa, que va colateralmente unida al pecado, por el efecto dominó, tampoco tiene razón de ser. Pensémoslo bien, quién me va a culpar de algo a mí si realmente mis acciones están todas mediatizadas por el entorno y la sociedad, que, inclementes, me empujan a hacer lo que hago. Culpable será el calentamiento global, o la desertización, o la globalización, o la crisis, pero ¿yo?, yo que reciclo el papel, los vidrios, y el plástico, que no utilizo, a penas, sprays porque sé que dañan la capa de ozono, que pago mis impuestos, que he apadrinado a una niña del Vietnam… creo sinceramente que estoy libre de toda culpa. Y mis hijos, educados como están en estas premisas, tampoco merecen ser acusados de nada por las susodichas razones. Si falla en clase, no le culpen, la culpa está clara: El Sistema Educativo. Y dejen a mi hijo ser feliz y vivir sin traumas. No les pase como a los niños de mi época, a los cuales aquellos maestros y profesores autoritarios amargaban su existencia haciéndoles creer que si algo fallaba en sus notas, o en su comportamiento, ellos eran los únicos culpables.
En este idílico mundo donde la culpa siempre es de otro, donde nada es censurable y en donde nadie tiene responsabilidades, no cabe, pues, utilizar la palabra esfuerzo. No tiene sentido. Para qué incomodar nuestro cuerpo y nuestra mente en conseguir resultados si no somos responsables de nuestro propio fracaso. Si la culpa, como ha quedado dicho, seguro que tendremos que buscarla en causas etéreas, y además, en este paradisíaco mundo, todo vale porque nada se puede censurar, no veo motivo para que alguien (un alumno, por ejemplo) se esfuerce en labrarse un puesto y un prestigio.

Me gustaría, para finalizar, hacer un llamamiento en pro de estas palabras que están en cierto peligro de desuso, de extinción, en fin, y luchar, cada uno desde su puesto, en aras de una recuperación de los mencionados términos que nos llevan a una sociedad donde “crecer”, “madurar”, “envejecer” (otras “palabras feas”) sean verbos venerables y de uso feliz.

El lazo rojo


Cuando nos casamos, hace casi treinta años, mi mujer, no sé por qué motivo, puso un lazo rojo en el pomo de la puerta del baño por la parte de dentro. No me dijo nada. De hecho aún hoy no me ha dicho nada sobre el tema. Lo puso y ya está. Y hoy, después de sobrevivir a dos cambios de puerta, el lazo rojo sigue ahí. Nunca le pregunté por qué lo puso allí, ni nunca le insté a que lo quitara. De hecho nunca hemos hablado de ello. Es raro, pero nunca ha salido a la conversación el lazo rojo. Hay como una especie de tácita complicidad entre nosotros sobre este lacito rojo que nos impide sacarlo a colación. Yo lo miro y adivino alguna idea supersticiosa o festiva de esas que sacuden la feliz mente de mi mujer. Y allí lo dejo. Nunca lo toco. Lo miro, pero no lo toco.
Mi mujer no es supersticiosa (más que nada porque eso da mala suerte) pero a veces, me demuestra lo contrario. Como ahora con lo del lacito rojo. Yo, sinceramente, ahora tampoco lo quitaría. Me ha contagiado esta simple superstición. Y allí está. Y cada vez que me ducho (porque yo a este baño sólo voy a ducharme, para el resto tengo uno para mí solo) lo miro, y siempre, indefectiblemente, una invisible sonrisa brota de mi interior. Y me acuerdo de mi mujer. Ella no lo sabe, pero a través de ese lazo encarnado me comunica sus emociones más ocultas. Porque yo sé que allí ella ha depositado sus cuitas y temores más inconfesables. Y yo, cada vez que lo miro, me siento cercano a ella. Y la quiero más. Me gusta esta debilidad suya de conferir a las cosas alma propia. La hace más humana, más vulnerable... Hoy, que hemos vuelto de nuestro retiro estival en Benicàssim, cuando he ido a ducharme lo he vuelto a ver, y lo he visto más rojo y reluciente que nunca, como mis sentimientos.
Y vosotros, ¿tenéis también algún tipo de superstición que sin marcar vuestra vida, esté presente en vuestro devenir diario?

Constancia


Ayer dejé a mitad un libro. No me gustaba. Lo empecé con mucha ilusión, pero me aburría. Y lo tuve que dejar. Mi mujer advirtió mi abandono. Le dije que me estaba resultando muy pesado, que no quería seguir leyéndolo, que iba a por otro. Mi mujer se quedó seria. Y sentenció: “Yo nunca dejo un libro a medias. Yo siempre que empiezo un libro, lo termino.” Es verdad. Y es verdad también que yo suelo dejar los libros que no me “enganchan” sin acabar de leerlos. Sin más preámbulos. Y en seguida, voy en busca de otro. Y si hablamos de películas, lo mismo. Y así, en todo.
Pero esa simple cuestión va más allá de la pura anécdota. Es que mi mujer cuando empieza un crucigrama, no lo deja hasta que no queda ni una casilla por rellenar. Yo, las pocas veces que empiezo uno, lo suelo dejar sin terminar. Tengo librillos de esos de crucigramas con decenas de crucigramas empezados, y no acabados. Pero si me pongo a pensar, también diré que tengo un montón de proyectos empezados y no terminados. Y es que no soy constante (algunos a la persona constante le llaman cabezota). Me gusta ir de aquí a allá. Un poquito de eso, un poquito de lo otro. Y si algún escollo entorpece seriamente el ritmo de trabajo, pues se aparca el proyecto sine die.
Ya sé que la constancia es una virtud. Ser constante te abre muchas puertas, porque “el que la sigue la consigue” según reza el refrán. Y al revés. Pero esa asignatura, la de la constancia, es una materia que la llevo desde hace años para septiembre y algún día puede que la apruebe…
¿… y vosotros, sois constantes en vuestras actividades, o los obstáculos os hacen abandonar el proyecto?

Mujeres invisibles


Habíamos comido en la terraza del bar. A la fresca sombra de unos gigantescos pinos que alegraban y dominaban el paisaje.
-Mientras tú pides la cuenta, nosotras nos vamos a pasear un poco a “Lluna”- Dijo mi mujer mientras ella y mi hija, que llevaba de la correa a su perrita, se levantaban de sus sillas.
Me quedo solo. Las dos camareras que atienden las mesas van y vienen. Estoy a gusto. No tengo prisa. Se ha levantado una olorosa brisa que refresca y alimenta mis pensamientos. Me recuesto con fruición sobre el respaldo de mi asiento y miro con desidia a mi alrededor. El repentino silencio que me ha invadido al quedarme solo hace que lleguen a mis oídos, casi sin querer, palabras y frases sueltas de la clientela del bar. Dos chicas que tengo a mi espalda están charlando animadamente. Oigo la conversación de forma entrecortada. Por inercia intento escuchar. Una de las chicas, por el tono de voz, parece preocupada. Me giro con disimulo. Las dos estarán frisando los cuarenta años. Una es morena, la otra, la que lleva la voz cantante, es una chica guapa, resuelta, de tez muy blanca y cabello rojizo. Y de pronto, oigo claramente que le dice: “… si es que es lo que yo te digo, las mujeres a partir de los cuarenta nos volvemos invisibles para los hombres…” . La chica sigue hablando pero no alcanzo a escuchar lo que dice. Me quedo pensando en la frase. ¿Será eso verdad?. Está claro que la juventud es un tanto a favor, pero me pareció un tanto lapidaria aquella sentencia. Hay hombres y mujeres de más de cuarenta años que tienen mucho atractivo. Yo también miro a las chicas maduras. Y a muchas las encuentro muy sensuales, tanto como a las jovencitas.
Sigo pensando. Y encuentro hasta normal que una muchacha sea más apetecible a los ojos de un hombre que una mujer madura. Y no pasa nada. Pero, aquello de “invisibles” me parece muy fuerte. Tal vez aquella chica tuviera un problema de autoestima, no sé. Y en eso estaba cuando se acerca la camarera, una chica joven, y le pido la cuenta.
Las dos chicas siguen hablando, pero ahora no logro entender qué dicen. Pago y, mientras me levanto, les echo una última ojeada. Han callado. Se están encendiendo un cigarrillo cada una. Ninguna de las dos ha sido invisible para mí.

La chica que escribía nombres en la arena


La chica que escribía nombres en la arena era una chica espigada. Esbelta. Tal vez, delgada. De largo cabello castaño suelto al incipiente viento matinal de agosto.
La chica que escribía nombres en la arena mojada me pareció una chica solitaria. Su juventud, casi una niña, me hizo volver la vista por descubrir a sus padres, a sus amigas…, pero no había nadie, estaba sola. Sola como un adulto solitario.
La chica que escribía con un palo nombres en la orilla de la playa tenía una cámara fotográfica en una mano. Cada vez que escribía un nombre, se apresuraba a fotografiarlo. Y siempre era el mismo nombre: “Marvi”. Un nombre que escribía una y otra vez; y una y otra vez, las golosas olas marinas se lo engullían. Aquella chica quería, aquella luminosa mañana de verano, fotografiar su nombre grabado en la húmeda arena. El destinatario, quise pensar, sería alguna persona querida, quizá su amor. Pero las cadenciosas olas, con su armonioso y rítmico vaivén, le robaban la grafía para sí. No es justo, pensé. El mar tendría que comprender, no ser tan avariento, respetar los sueños humanos, que al fin y a la postre no son más que sueños, ejercicios mentales sin ninguna maldad que a nadie hacen daño, y menos a la mar…
Seguí mi matutino paseo y dejé a la chica que escribía nombres en la arena atribulada en su ¿infantil? propósito.
Cuando volví, ella ya no estaba. Miré la arena. Y allí donde escribía el nombre, carcomido por las saladas aguas, aún se adivinaban unas renqueantes letras: “Marvi”.
Seguí mi camino a casa ufano y tremendamente feliz…

Día gris


Hoy ha amanecido nublado. El cielo está gris. Espeso. Serio. Amenazante. Sin ninguna gracia para el caminante, que lo mira y pasa de largo. El caminante sabe que hoy esas antipáticas nubes le han estropeado la jornada matutina. Por eso mira de soslayo la solitaria playa y va a lo suyo. La playa aparece vacía. Oscura y triste. Las olas, con sus bravas olas espumosas reinan en la mojada arena. Nada que ver con las festivas y luminosas jornadas estivales que alegran al caminante incitándole a dejarse mojar por las tibias aguas y los cálidos rayos del sol. Hoy no irá a la playa. Transitará errabundo y cabizbajo por el paseo marítimo, posiblemente con su mujer y sus hijos, y hablará de cosas intrascendentes mientras mira una y otra vez indistintamente al plomizo cielo y a la desierta playa sin sacar nada en claro.
Pero yo, hoy, estoy alegre. Porque el verano (como la vida) es una estación variopinta. Aunque el calor y el buen tiempo es el hilo que sustenta todo el devenir estival, a veces, creo yo, es bueno salirse un poco de la norma. Y un día así, como el de hoy, en que han bajado un tanto las temperaturas y los paraguas están a mano, da pie al sosiego. Al paréntesis. Siempre es bueno hacer un paréntesis en el curso vital. Y en esta fracción de tiempo, mientras miro la feraz naturaleza, mi corazón se llena de dicha. Y descubro que las nubes son falsas, porque en mi mente no hay nubes, ni olas impetuosas, sino que observo una mente feliz, limpia, dispuesta al sueño. Y entonces me pongo a soñar…

Fuente d'En Segures

Fuente "d'En Segures". Esta cúpula de piedra bajo la cual brota el agua fue levantada en el año 1947

En julio del año 1972 estuve una semana en Benassal, más concretamente en la Fuente d’En Segures, con mi tía Paquita y mis primos Cristina y Toni. Y hoy he vuelto con mi mujer, mi hija y la perrita “Lluna” allí para visitar a mis suegros que están pasando quince días en un hotel junto a la famosa fuente minero-medicinal de Benassal.
He recorrido con cierta avidez y patente nostalgia los lugares que recorrí de pequeño con mis primos. La explanada frente a la diminuta ermita, los escalones gigantes de la antigua planta embotelladota donde sentados leíamos el primer episodio de “Los Laureles del César”, una nueva aventura de Astérix que compramos en el quiosco que había junto a la fuente y que hoy ya no existe. En este quiosco también compré “El sulfato atómico” la primera aventura extensa de Mortadelo y Filemón, que mi primo y yo leíamos juntos a carcajada batiente en las tardes de obligada siesta. Hemos paseado por las dos principales calles, que a fe de ser sincero diré que las encontré igual que hace 38 años. Y diré que he hallado las mismas gentes. Gente mayor. Gente de la provincia de Valencia en su mayor parte. Gente afable que va a lo suyo, a beber compulsivamente las suculentas y curativas aguas que brotan generosas del manantial que hay debajo de la ermita de San Cristóbal.
Me sentí niño. Me entraron ganas de volver a coger una pelota y jugar con ella, sentí deseos de subir monte a través en busca de aventuras. Soñé sin ningún tipo de escrúpulos.

Benassal ocupa el segmento más meridional de la comarca castellonense de “l’Alt Maestrat”. El pueblo está situado a poco más de 60 kilómetros de Castellón. La razón de su renombre en toda la Comunidad Valenciana se lo debe a sus aguas. Unas aguas que manan gratuitamente desde multitud de manantiales, pero de entre ellos hay que destacar el que fluye generosamente a una altitud de 950 metros desde el pie del Monte de San Cristóbal (1.111 metros). Es la llamada “fuente d’En Segures” . Son unas aguas que están declaradas de utilidad pública desde 1928, pero que desde siempre se ha sabido de sus facultades para drenar el riñón y eliminar las piedras.
Hoy la población dispone de una moderna planta embotelladora que distribuye a todas partes su preciosa agua. Yo, sin ir más lejos, siempre compro en Castellón, en Mercadona, mis garrafas de agua de Benassal, y ésa es la única agua que bebemos. En cambio, mis suegros, prefieren cogerla directamente de la fuente. Una vez al mes se acercan hasta Benassal y llenan varias garrafas para su consumo. Es un agua excelente para el buen funcionamiento de los riñones. Y no lo digo yo. Está médicamente probado.
Y así, con estas recomendaciones, termino con esta escapada estival, que, para mí, ha sido evocadora y acogedora, como son todos los recuerdos y vivencias.

Viaje a Irlanda


Acabo de llegar con mi mujer y mi hija de Dublín. Hemos pasado una semanita en esta preciosa ciudad irlandesa y me vuelvo a incorporar a la actividad bloggeril.
Me gustaría contaros algunas cosas de este pequeño viaje.
En primer lugar os diré que lo que me ha llamado poderosamente la atención (aunque ya lo sabía) es su clima. Nada que ver con el de España, y menos con el de mi tierra (Castellón, en la costa mediterránea). Todos los días que estuvimos allí las nubes reinaron en el cielo dublinés. De vez en cuando le daba por llover. Y los chubasqueros y las chaquetas no nos las pudimos quitar en todo el viaje, porque allí, en pleno verano hace frío. Los romanos, dicen, desecharon la idea de conquistarla precisamente por eso, por su eterno invierno, según los romanos explican en sus crónicas. No resultaba una isla interesante para poder asentarse a vivir con la tranquilidad del clima al que estaban avezados los romanos. Pero bueno, esto forma parte de su encanto, y así hay que tomarlo. De todas maneras tengo que decir que para visitarla, de maravilla, pero para vivir allí, no sé si me adaptaría a estar días y días sin ver el sol.
Dublín es una ciudad muy bonita y práctica. Llena de amplias avenidas y calles peatonales. Dotada de todos los servicios (bares, tiendas, etc.) que uno se pueda imaginar. Y, aunque suene a tópico, la gente es acogedora y amable. Las calles dublinesas respiran un ambiente pacífico y cordial.
Me gustó mucho la zona que ellos llaman el “Temple bar”. Es un distrito de la ciudad repleto de pubs. Los típicos pubs irlandeses, llenos de gente bebiendo su “guinness”, escuchando una estupenda música, ya sea en vivo o en disco, pero siempre de una calidad tremenda, que a uno le invita a entrar, relajarse y tomarse una cerveza… después de otra… (la verdad es que allí se bebe mucho)
Un día hicimos una excursión a un condado cercano a Dublín (Wicklow). Una guía muy diligente, atenta y simpática, nos llevó por lo que es la Irlanda profunda. Verde, verde y verde a rabiar. Precioso. Nos contó algunas cosas interesantes de los irlandeses, un pueblo marcado por las invasiones (normandos, vikingos), por el dominio inglés, y olvidado en cambio, por las grandes culturas antiguas (griegos, romanos, árabes). Respecto al sometimiento a Inglaterra hay que apuntar que Irlanda perteneció a la corona inglesa hasta el año 1948, y aún hoy existe, como todos sabéis, el IRA que reclama para Irlanda la zona de dominio inglés de Irlanda del Norte.
También nos habló de las constantes invasiones de normandos y vikingos. Que no hacían más que saquear a los pobres irlandeses. Tanto les saquearon entre unos y otros que el idioma irlandés (el autóctono) aunque es oficial en Irlanda, no lo habla más que un cinco por ciento de la población. El resto habla inglés, como es sabido. Por eso Irlanda está en esta época del año repleta de estudiantes de ESO que van allí a pasar unas semanas con una familia irlandesa para perfeccionar el idioma de Shakespeare.
Otra de las cosas interesantes que nos contó nuestra guía fue que los vikingos no llevaban un casco con cuernos. Yo ya lo había leído en algún sitio, pero lo que no sabía es que la expresión de “llevar los cuernos” tiene su origen en una costumbre vikinga. Nos contó que el jefe vikingo tenía la potestad de acostarse con la mujer que él quisiera (aunque estuviera casada, lo cual, lejos de ser un oprobio, constituía un orgullo para el marido, pues su mujer había sido elegida por su belleza por el jefe), pues bueno, cuando el mandamás ponía el ojo en una chica, lo que hacía era colgar un cuerno en la puerta de la vivienda de la mujer nominada. El marido ya sabía que aquella noche su mujer se acostaría con el jefe. Y de ahí viene la expresión llevar los cuernos o ser un cornudo. Bueno, yo tengo otras versiones, pero ésta me gusta más.
En otro orden de cosas, me llamó la atención que en Irlanda el agua es gratis. No hay recibo del agua; hay tanta, que es gratis. Esto está muy bien, pero por el contrario, ya no me gustó tanto saber que allí no tienen seguridad social, que siempre que uno va al médico tiene que pagarse de su bolsillo la consulta, que por cierto, no es barata.
Espero que esta minúscula crónica de nuestro viaje os haya resultado amena. Y si alguien no ha estado en este país, le recomiendo que lo visite, es, sencillamente, diferente, encantador.

El padre de Adolfo


Adolfo vivía sólo con su padre en Ponferrada. Adolfo era abogado, pero su verdadera pasión era la poesía. Nos conocimos en un ciclo de conferencias que tuvo lugar en Castellón. Cuando se terminaron las conferencias, nos despedimos no sin antes dejarnos nuestros respectivos correos electrónicos. Y durante unos años estuvimos en contacto.
Un día Adolfo me dijo que su padre, que ya era mayor, se había cansado de vivir (según sus propias palabras) y se murió. Pero después añadía una enigmática coletilla, “pero no se ha ido del todo, a veces, vuelve por aquí…”. Adolfo, siempre tan imaginativo…
Pasaron un par de años, y mi mujer y yo, en un viaje que hicimos por el norte de España advertimos que íbamos a pasar por Ponferrada. ¡Podríamos ir a saludar a Adolfo! Dicho y hecho. Le mandé un correo y me contestó rápidamente que se alegraba mucho de que viniéramos a su casa, que le parecía estupendo. Nos facilitó las señas y nos dijo que nos esperaría al borde de la carretera. No nos perdimos, y en el punto señalado, allí estaba Adolfo. Juntos llegamos a su casa. Nos dijo que ahora vivía solo, pero que se había hecho a esta vida solitaria y que estaba muy a gusto así.
Entramos en su casa y nos invitó a sentarnos en unos sillones que había en el comedor. Que él iba a la cocina a por unos pasteles que había comprado y una botella de vino dulce. Nos dejó solos. Como por inercia, nuestras miradas escrutaban toda la estancia. Había en frente una puerta que estaba cerrada. Y un pasillo por donde había ido Adolfo camino de la cocina. Las pareces estaban repletas de cuadros de distintos estilos y artistas. Una escueta lámpara que colgaba del techo emitía una mortecina, pero cálida luz. Reinaba en el comedor un silencio extraño. Mi mujer y yo mirábamos y callábamos. Entonces oímos un pequeño crujido que venía de aquella puerta cerrada. La manezuela se movía. Lentamente y acompañado de un largo quejido de sus goznes la puerta se abrió. Y apareció en el umbral un anciano que tras cerrar con suavidad la puerta se dirigió hacia nosotros. Nos saludó y sin esperar respuesta desapareció por el pasillo por donde se había ido Adolfo. Luego, otra vez aquel enigmático silencio. Pasaron tal vez uno o dos minutos tan sólo, pero a mí me dio la impresión de que había transcurrido mucho más tiempo, y entonces volvió cordial y alegre nuestro anfitrión con la bandeja y el vino.
-¿No decías que vivías solo? – le pregunté mientras depositaba los pasteles en la mesa.
-Sí, claro. Vivo solo, ya os lo he dicho. ¿Por qué lo preguntas?
-Pues porque cuando tú te has ido a la cocina, de esta puerta ha salido un señor mayor y tras saludarnos se ha ido por este pasillo.
Adolfo se quedó serio. Y entonces, con una gravedad en su rostro que demostraba que aquello no era nuevo para él, nos espetó:
-¡Otra vez!
Nos quedamos mi mujer y yo mirándonos nerviosos y sorprendidos. Y entonces Adolfo reemprendió la frase que antes no había terminado.
-Que digo que otra vez mi padre ha vuelto. Ya te conté que lo hace muchas veces. Le gusta venir por aquí. Pero no le temáis, es inofensivo. No se mete con nadie. El va a la suya. Y de la misma forma que aparece desaparece.
-No, Adolfo, no me vengas con cuentos, que ese anciano está allí en la cocina, que nos ha saludado y que ahora está allí, tú le debes haber visto…
-Vamos a la cocina si queréis…
Nos levantamos medio aturdidos y fuimos con Adolfo por aquel pasillo que llevaba a la cocina. Y, efectivamente, allí no había nadie.

Arte y Discapacidad

Rosalía, Marta y María José, en la presentación del libro.


El viernes dos de julio tuvo lugar en la librería “Argot” de Castellón la presentación del libro de mi hija “Arte y discapacidad (otra visión del arte)”. En primer lugar quiero dar las gracias a todos los que, con su asistencia, hicieron del acto un momento entrañable, único, un acto de esos que se recuerdan ya para siempre. Gracias, en primer lugar a las dos presentadoras, a Rosalía, profesora de la UJI, y a María José, jefa del área social de ISONOMÍA, cuyas intervenciones fueron sencillamente exquisitas; y después, gracias a vosotros y vosotras: Ana Ovando, Joan Marín, Pepe Albalat, Moisés, María Angeles, César, Miquel, Vicente, Marc, Paula, el personal de Cruz Roja de Castellón, y por supuesto, a la familia, y a la librería “Argot” por sus facilidades y amabilidad.
Me gustaría ahora, por si alguien quiere hacerse un poco la idea de qué va el libro, poneros íntegro el prólogo del libro, que yo mismo escribí, y que creo que da bastantes pistas sobre el tema del libro. Arte y discapacidad. Dos conceptos antagónicos, o dos conceptos permeables que pueden interactuar entre ellos. No sé que pensaréis del tema. Si leéis el libro tendréis vuestra propia opinión. Por cierto, si queréis comprarlo, al margen de la página tenéis las señas.

PRÓLOGO

Mi hija me pide que prologue este libro que el lector tiene ahora entre sus manos. Lo hago con mucho gusto. Y quiero empezar este prólogo advirtiendo que no será fácil escapar a la tentación de excederme en elogios y alabanzas hacia mi hija. Pero por otra parte, tengo que decir que será difícil hacer una pequeña semblanza de la autora de este libro sin resaltar las muchas cualidades que Marta demuestra atesorar a través de estas páginas. Paso pues, hecha la advertencia, a entrar en materia.
Mi hija padece desde que nació una parálisis cerebral que le afecta fundamentalmente al aparato locomotor. Tardó en andar. No lo hizo hasta los cuatro años. Y poco a poco fue adquiriendo solidez en el andar hasta alcanzar hoy una cierta soltura que le permite manejarse por la vida con total independencia. A esto hay que sumar ciertos problemas en la motricidad fina de la mano derecha y algunas dificultades en la dicción de determinados fonemas.
Estas circunstancias no fueron óbice para que recién cumplidos los dieciocho años se sacara el carnet de conducir. Hoy conduce su coche con total naturalidad.
Tras acabar el bachillerato en el IES “Violant de Casalduch” de Benicàssim, se licenció en Humanidades en la Universitat Jaume I (UJI) de Castellón. A todo esto, Marta siempre mostró una particular sensibilidad por los temas relacionados con la diversidad funcional. Tanto es así que se hizo voluntaria de la Cruz Roja, viviendo de cerca durante unos años la realidad de las personas con una discapacidad psíquica. Al mismo tiempo, colaboró como becaria en la Fundación ISONOMIA para la Igualdad de oportunidades, y hoy sigue ligada a ella. Y también en el GIAT-discapacidad.
Todos estos años resultaron prolijos en experiencias, pues fueron numerosas las conferencias que pronunció y diversos los seminarios a los que asistió como ponente siempre con el tema de la diversidad funcional como bandera de sus trabajos.
Y entonces fue cuando aparece una figura clave en la génesis de este libro. Me estoy refiriendo a la doctora de la UJI Rosalía Torrent Esclapés. Ella fue quien desde un principio animó a mi hija para que se embarcara en el proyecto de realizar un trabajo de investigación sobre la diversidad funcional en el arte. Se pusieron manos a la obra, y bajo la atenta dirección de Rosalía, al cabo de dos laboriosos y fructíferos años quedó terminado el trabajo. Fue leído como mandan los cánones delante del pertinente tribunal y calificado con un excelente por dicho tribunal. Esto fue lo que finalmente empujó a mi hija a publicar el libro.
Este libro es pues el fruto de aquel trabajo de investigación.
El lector que se acerque a las páginas que siguen no se sentirá defraudado en modo alguno. Marta ha sabido dar al texto el suficiente dinamismo para que un tema tan intrincado como el que trata, se convierta en un vivaz recorrido por la peculiar historia de las personas discapacitadas a lo largo de los siglos.
Es un libro que tiene la facultad de inculcar en el lector el amor por la vida. La pasión por vivir. Y lo hace partiendo desde el punto de vista de esas obras artísticas que tienen como protagonistas a personas que se salen del canon de belleza universal. En cambio, ellas son figuras principales de las obras de arte que aquí son objeto de estudio. Nada es pues definitivo ni determinante en absoluto. Ni la supuesta fealdad de las personas lisiadas o con diversidad funcional escapan a la inspiración del artista para plasmar en su obra un canto a la belleza. Este grito de optimismo está latente en todo el libro. Las personas discapacitadas, nos recuerda Marta a través de este libro, han tenido, y siguen teniendo su protagonismo en un mundo tan selecto como es el mundo del arte.
Por eso recomiendo al lector que pase página y se introduzca con calma y sosiego en la lectura de este libro. Leyendo tranquilamente las razones expuestas, saboreando la cuidada selección de las imágenes, en fin, penetrando en este mundo paralelo que es el mundo de la diversidad funcional, y cómo no, sacando sus propias conclusiones.


Egoísmo


No sé si os pasa lo que a mí, pero, cuanto estoy satisfecho conmigo mismo, cuando mi conciencia está en calma, cuando soy feliz, me entran unas ganas casi irrefrenables de compartir mi estado de ánimo con las demás personas. Con todo aquel que se ponga por delante o con todo aquel que tenga a tiro de Internet. Y así hago. Pero esta situación hay que adquirirla. No se nos regala. Nos la tenemos que ganar.
Y ahí es donde entra en juego esta terrible disyuntiva de si para ser feliz uno tiene que dar rienda suelta a su egoísmo, o si, por el contrario, no es posible alcanzar la felicidad si uno se muestra egoísta. Este es el gran dilema.
Pero como pasa con todo, tenemos que acudir al mundo de los matices. Y matizando veremos que hay un egoísmo insano, nefasto, indeseable, que busca el propio bien a costa del mal de los demás; y que luego hay otro egoísmo sano, simple, apetecible, que consiste en procurarse la propia satisfacción sin más. Respetando la libertad y la voluntad del prójimo. Es a este último egoísmo a donde tenemos que encaminar nuestro albedrío. Y entonces descubriremos que es posible ser feliz sin tener que serlo a costa de mermar la felicidad de los demás. Es posible ser egoísta sin ser un ser malvado. Es más, es posible ser egoísta siendo todo un virtuoso.
Tal vez la educación judeocristiana haya confundido este término, el del egoísmo, impregnándolo de una cualidad pecaminosa que nos ha llevado a la equívoca convicción de que todo aquello que es placentero y satisfactorio es de por sí impuro y dañino para el alma. Y, en cambio, no hay nada más lejos de la legitimidad. Y de la evidencia. Cuando alguien esta satisfecho, aunque sea una satisfacción eventual, se abre a hacer el bien. Esto es un hecho probado. Y al revés. Por eso me atrevo a decir que Epicuro tenía razón. La clave está en el placer. Y, como decía más arriba, ese placer que es sensible con los demás, que respeta la libertad ajena, a ese placer es al que hay que dirigir nuestras vidas, buscando momentos y sensaciones que inunden nuestro ser de paz, tranquilidad, sosiego y buenas vibraciones. Entonces, desbordantes de felicidad, nuestra alma estará ansiosa y preparada para dar a manos llenas felicidad.

Junio


Es junio. La antesala del verano. El sol anuncia desde lo alto del cielo, apartando las nubes con sus brazos de luz ardiente, que la canícula está pronta a llegar. Y yo lo celebro mirando el mar. ¡Qué verde está hoy la mar! ¡Qué esperanza infinita transmiten sus irisadas olas! Me voy a quedar pensando en cosas veniales al amparo de la tornasolada espuma que despide el hálito marino. Casi no se oye mi pensamiento en mi mente de bajito que lo sueño. Y es que me gusta soñar en voz queda. Muy bajito, sin que a penas se oigan mis cuidados. Será por timidez. Será por prudencia. Tal vez por abulia. O a lo mejor es por recelo. Sí, sí, es por recelo. Ahora lo sé. Es por una injustificada y rara desconfianza conmigo mismo. Y es que no me atrevo a leer en voz alta mis intenciones. Por eso casi nadie las conoce. Algunos las sospechan, pero son muy pocos quienes las advierten.
Pero es igual, es junio y las gaviotas lo saben. Y extienden alegremente sus alas blancas al aire sin miedo a quemarse por el fulgurante aire que calienta el sol. Y yo voy a seguir mirando el mar. Tal vez miraré aquella barquichuela cercana que está recogiendo las redes del fondo del mar. O puede ser que me fije en ese barco enorme que hay anclado en el medio de la mar. O también es posible que aguce mi vista hasta el lejano horizonte y que lo atraviese, y que mi mente me ayude a vislumbrar las barcas de pesca que hace tiempo, cuando mi padre era joven y yo un niño soñador, a estas horas andaban arrastrando sus redes por el Mediterráneo azul, pescando estrellas que habían caído del cielo nocturno la pasada noche. Pero hoy, en este junio soñoliento no hay estrellas luminosas, ni barcas blancas que cabecean cansinamente al compás implacable de las cadenciosas aguas marinas. Sólo hay luminosos recuerdos. Felices evocaciones. Tranquilas esperanzas. Deseos de vivir…

El inventor de palabras


Eduardo era mecánico de profesión. Arreglaba coches. Pero su vocación, su verdadera pasión, era inventar palabras. Eduardo siempre que se terciaba la ocasión lo manifestaba lleno de orgullo: “Yo soy inventor de palabras”. Y la gente le miraba sin comprender. Y entonces él insistía. “Sí, sí, invento palabras.”
Los niños eran quienes mejor comprendían a Eduardo. A veces, cuando salían del colegio y pasaban por delante de su taller, entraban y le llamaban. Eduardo, si no tenía mucha faena, salía a recibirlos. “¿Qué palabras has inventado hoy?” le preguntaban. Y él, afable y gallardo, atiplaba su ronca voz y pronunciaba con esmero las palabras inventadas. Y los niños las repetían con una cantinela infantil una y otra vez. Y Eduardo, satisfecho de su creación, volvía lentamente a su trabajo agitando sus tiznadas manos en señal de despedida.
Eduardo era un buen inventor de palabras. Había inventado palabras angulosas, esdrújulas, punzantes, para recriminar a quienes no hacían bien su trabajo. Palabras dulces, graves y melosas para alabar a los que se mostraban cariñosos con las personas. Y palabras alegres, agudas y saltarinas, para divertirse y pasar un buen rato. También inventó una para gratificar a quien hacía un favor. Esa era la que más le gustaba. Y no perdía ocasión de pronunciarla. Una vez tuvo que inventar un vocablo duro, fuerte y contundente para hacer saber al mundo que él no quería la guerra. Esa fue la que más le costó. Eduardo inventó muchas, muchas palabras. Pero además de inventor de palabras, Eduardo tenía un don secreto. Cuando le traían un coche maltrecho, Eduardo se acercaba hasta el capó del automóvil y le decía bajito al oído (los coches tienen oído, hay muchas personas que no lo saben) palabras que él había inventado para estas ocasiones. Y, aunque cueste creerlo, los coches sanaban de sus dolencias con dos toques de llave inglesa y una pasadita de mantecosa grasa. Esa era la velada virtud de aquel mecánico inventor de palabras.

Mi vieja agenda telefónica


Acabo de llamar a mi peluquería para pedir turno. Me ha cogido el teléfono una chica cuya voz me era desconocida. He preguntado si acaso me había equivocado, que si esto era la peluquería Ernesto, mi peluquería de toda la vida, vamos. Y me ha contestado muy amablemente que sí, pero que la peluquería la van a cerrar porque el dueño se ha jubilado, y que durante unos días, antes de inhabilitar el número de teléfono definitivamente, irán comunicándolo a los clientes, a la vez que ofrecerán los servicios de una nueva peluquería que han abierto en otro sitio de la ciudad. Bueno, qué se le va a hacer, la nueva peluquería no está demasiado lejos de mi casa, y he decidido ir allí. Mientras me tomaban el nombre para abrirme una ficha de cliente (burocracia hasta para cortarte el pelo…) he ojeado como quien no hace la cosa, la agenda de teléfonos donde tenía apuntado el de mi peluquería. Y he pensado que ahora tendré que borrarlo y sustituirlo por el de la nueva peluquería. Después de darme hora para el jueves he colgado. Pero he vuelto a la agenda de teléfonos.
La agenda de teléfonos de mi casa es vieja. La tenemos desde que nos casamos, es decir, desde hace casi treinta años. Y en ella hemos ido apuntando números y nombres durante estas casi tres décadas. Hay muchos nombres que están escritos con tinta reseca. Y su recuerdo es tan débil como la amarillenta tinta. Personas que un día tuvieron que ver con nuestras vidas y que ahora me suenan distantes y lejanas. Veo cantidad de compañeros que ni siquiera sé hoy nada de ellos. Veo el teléfono de Felisa, una mujer de la limpieza que tuvimos hace por lo menos veinte años, ¿Qué habrá sido de ella? Leo el nombre de la clínica donde nació mi hija, la derribaron y ahora allí hay unos pisos nuevos. También aparece el nombre de la gestoría donde hace tiempo nos arreglaban los asuntos de la declaración de renta. Allí están los teléfonos de cada una de las escuelas en las que hemos dado clase a lo largo de nuestra ya dilatada vida profesional. Hay números de teléfonos de médicos y especialistas que ya ni conozco; hay números de teléfonos de fontaneros, de pintores, de albañiles, de cerrajeros que un buen día nos sacaron de un aprieto y que apuntamos su teléfono por si acaso, y ya nunca volvimos a saber de ellos. He encontrado el número de algunos amigos que en otros tiempos eran íntimos y que hoy son unos perfectos desconocidos…
… Y me quedo pensando que este librito lleno de nombres y números que tengo en mis manos es como un acta notarial de recuerdos… ¿Tenéis la misma sensación que yo cuando revisáis vuestras agendas telefónicas?

Mi secreta lectora de posts


Son las siete de la tarde de un domingo de mayo. Estoy en la salita sentado frente al ordenador. Mi mujer está en la sala de estar recostada plácidamente en el sofá leyendo el periódico. Le encanta embeberse toda la prensa dominical que yo le traigo por la mañana mientras ella está terminando de arreglar la casa. Los domingos por la mañana solemos ir a casa de mi hija y sacamos a pasear a la perrita por los parques de alrededor. Cuando volvemos a casa, ya es hora de hacer la comida. Así es que es por la tarde cuando emprende la lectura del periódico. Y ahora, allí está ella armoniosamente tendida en el sofá leyendo la prensa.
Ha puesto la tele, pero no la ve, la deja hablar sola. No le hace caso. Me parece que están poniendo un reportaje donde aparecen unos monasterios en tanto que una voz en off cuenta cosas peregrinas… pero mi mujer sigue absorta en su lectura.
Me acerco hasta donde está ella. “¿Te apetece un café?” “…Bueno”
Se levanta perezosamente y nos vamos hasta la cocina. La voz en off se queda sola en la sala de estar. Mientras se llenan las tazas de café, mi mujer me pregunta. “¿Qué estás escribiendo?” Yo, un tanto sorprendido, le contesto que estoy “bloggeando” un poco. Que ahora mismo no estaba escribiendo nada. Yo sé que Sole (Sole es mi mujer) no es muy de blogs. Me confesó un día que no le acababan de gustar. Pero ella sabe que a mí sí que me gustan los blogs. Y sabe que siempre que puedo me paso un rato frente al ordenador visitando los blogs amigos. A veces, yo le cuento cosas de vosotros. Algún post que me ha llamado la atención. Algún comentario que me habéis hecho… ya casi os conoce a todos los que me visitáis más asiduamente. Pero me ha extrañado mucho que me preguntara si estaba escribiendo algo. Sí, porque lo normal es que yo le cuente cosas del mundo de los blogs. No al revés. Por eso, esta tarde, cuando me ha preguntado si estaba escribiendo algo, me he quedado mirándola esperando que me dijera algo más. Una sonrisita traviesa (como sólo ella sabe poner) ha sido su respuesta. Y yo me he turbado sin saber qué decir. Entonces, ella, segura de sí misma y sin perder esa sonrisa que ella sabe que me vuelve loco, me ha espetado sin piedad: “…a ver si no cuentas tantas mentiras en los posts que escribes…” enseguida se me han subido los colores. Pero ¿qué está pasando aquí? ¿Sole lee mis posts? Pero… si me había dicho una y mil veces que esto no le iba, que no le encontraba sustancia a los blogs… y, claro, yo escribía sabiendo que me podía leer cualquiera… ¡cualquiera menos mi mujer! Y haciendo referencia al post de "Amor fugaz, amor eterno” me dijo que de todo lo que cuento allí sólo era verdad la primera parte, el resto era mentira. Y yo, rojo como un tomate, me apresuro a decirle atropelladamente: “que no, que no, que lo del muelle también era mentira, que no nos llegamos a besar… lo que sí era verdad...” Entonces ella, picarona, me sacó del aprieto dándome un beso con sabor a café recién hecho.
Te quiero.

Lluvia de primavera


Cae fina la lluvia. Yo, aunque esté lloviendo, he salido a pasear. Una amiga mía me dijo un día que pasear bajo la lluvia es propio de personas solitarias. Más bien, añadió, de personas nostálgicas. Yo no le contesté. Pero sé que en el fondo tenía razón.
A mí siempre me ha gustado desafiar a la lluvia. De pequeño era aquel paraguas negro, enorme, de mi padre. Bajo su abrigo, cogidito de la mano de mi padre, oía el feliz tintineo de las gotas al chocar contra la tela del paraguas. Más tarde fue el anorak. Un anorak marrón con una poderosa capucha que repelía las gotas de lluvia con absoluta eficacia. Luego, mi primer paraguas. Cuando llovía, lo abría y salía a buscar a mi novia. Juntos paseábamos saltando los charcos entre risas. Ahora para la lluvia tengo un paraguas y un impermeable de color azul.
Esta tarde cae fina la lluvia; y yo me he puesto el impermeable azul, y he salido a pasear.
La primavera ha hecho brotar flores amarillas y rojizas de las plantas del parque. La lluvia ha perlado graciosamente sus pétalos. Yo, sin dejar de pasear, miro las flores mojadas bajo la tibia lluvia y sigo mi camino. No tengo prisa, me gusta ver las delgadas líneas que la lluvia dibuja en el aire al caer. ¡Mira…ya casi no llueve! Lentamente está parando de llover. La verde hierba está ahora más verde. Más limpia. Más jugosa. Dan ganas de acariciarla. Sigo mi camino y me cruzo con gente anónima que parece volver de algún sitio. Yo aún no quiero volver a casa. Quiero ver si me encuentro con algún simpático caracol que, como yo, ha salido a pasear sobre la mullida y mojada tierra. O a lo mejor, me encuentro con algún pajarillo cantarín. O tal vez me sorprenda un gigantesco arco iris pintado en el lejano horizonte. La lluvia, esta cálida lluvia de primavera me ha llenado de esperanzas. Y yo, solitario y nostálgico, levanto mi cara hasta el cielo mientras dejo que mi rostro se salpique de amables gotitas primaverales.

Amor fugaz, amor eterno (2ª parte)


Antonio no lloró delante de Marian, pero cuando llegó a su casa, lloró en la soledad de su habitación.
Aquel verano pasó. Y Antonio superó la ausencia de Marian gracias a sus amigos y a una chica que conoció en una discoteca de Castellón que se llamaba Lidón. Tras un mes lo dejaron, pero Antonio descubrió que el mundo estaba lleno de chicas. Y no le importó haber roto con Lidón porque había descubierto que el amor es algo que algún día, donde menos se le espera, llega. Como aquel día de verano cuando encontró a Marian; pero ahora ya no sentía casi nada por Marian, aquel fugaz amor de dos días que fue el primero. Pero él, a veces, cuando bailaba con chicas, siempre pensaba que aquella niña fue la que le hizo despertar su vida amorosa, y que aunque sabía que nunca la volvería a ver, nunca la olvidaría.
Pasaron los años y Antonio se hizo mayor. Acabó sus estudios. Se puso a trabajar en un instituto de Castellón como profesor de Matemáticas. Se casó. Tuvo dos hijos. Y cumplió los cincuenta. Y un día, como dice Sabina “Va el diablo y se pone de tu parte”. Porque Antonio, a pesar de no creer en estas cosas, pensó enseguida que aquello era obra del maligno.
Tenía un alumno en la clase de su tutoría que se llamaba Borja Alcobendas Izquierdo. Era un buen chaval, pero lo encontraba algo despistado. Hacía poco que había llegado de un instituto de Madrid, y le estaba costando aclimatarse al curso. Creyó conveniente llamar a sus padres. Vino su madre a hablar con él. Entraron como si tal cosa en la sala de visitas. Se saludaron cordialmente y Antonio empezó a hablarle de su hijo. Entonces intervino la madre, y Antonio sintió que aquella voz le resultaba extrañamente familiar. Tenía delante la ficha de Borja, y de soslayo pudo leer, “nombre del padre: Pedro” “nombre de la madre: María de los Angeles”. No. No podía ser lo que estaba pensando. La miró con recelo. Llevaba gafas. Algunas arrugas se dibujaban bajo los ojos. El pelo, de pelirrojo teñido, caía graciosamente sobre su frente en un asimétrico flequillo. No se había fijado bien, pero era más bien bajita y con algún kilito de más. Pero había en ella algo que le transportaba hasta un lugar muy hondo de su recuerdo. No podía ser. No podía tratarse de su Marian. Aquella niña pizpireta que revolucionó su vida amorosa en un par de días tan solo. Siguieron hablando, pero Antonio se mostraba torpe y como fuera de sitio. Tal vez la madre de Borja notara aquel azaramiento repentino en Antonio y, temiendo que alguna cosa le ocultara de su hijo, le preguntó de sopetón que si Borja había hecho algo que ella debía saber. “No, no, no es eso” le contestó sin pensar Antonio. “¿Se encuentra bien?” le preguntó a Antonio. Y él tuvo el valor suficiente para contestarle con otra pregunta: “¿Tú –de pronto empezó a tutearle- estuviste en el Grao de Castellón en las fiestas de San Pedro del año 1974?” La madre de Borja quedó perpleja. Pero, a santo de qué venía aquella pregunta… Y tras unos instantes de aturdido silencio contestó confundida que sí. Que sí, era cierto, que ahora que lo pensaba, cuando cumplió doce años, fue al Grao de Castellón con sus padres a casa de un pariente y que recordaba que habían pasado una semana allí. Pero, cómo podía saber eso aquel profesor… Antonio volvió a la carga: “¿No te acuerdas de mí?” se atrevió a preguntar. La madre de Borja se le quedó mirando vacilante sin saber qué contestar. No, no se acordaba de él. Pero ¿quién era aquel profesor? “Soy Antonio. Nos conocimos en el baile. Después fuimos al puerto y subimos a la barca de mi padre… y después te fuiste, y ya no nos volvimos a ver”. Entonces se le iluminó la cara de Marian. “Sí, si que me acuerdo… ahora me acuerdo perfectamente; sí, aquel chico, pero… pero aquel chico no se llamaba Antonio…se llamaba Miguel.”


Fin del relato.

Este relato pudo haber estado basado en hechos reales.

Amor fugaz, amor eterno (1ª parte)


La primera experiencia amorosa que tuvo Antonio, con dieciséis años recién cumplidos, fue con una chica que se llamaba Marian. María de los Ángeles Izquierdo González. Ese era su nombre completo. Nunca se le olvidará. Y es que aquel primer amor caló hondo en Antonio. Y eso que sólo fue un efímero amor de verano. Nada más. Se conocieron en las fiestas de San Pedro del Grao de Castellón en el año 1974. Ella tenía tan sólo doce años. Pero cuando la sacó a bailar al son de la canción “Por el amor de una mujer” que el vocalista de la orquesta estaba destrozando sin piedad, ella le mintió y le dijo que tenía catorce. Bailaron agarrados y luego llegaron las rumbas: “No sé, no sé”, “Ni más, ni menos”, “Canta y sé feliz”… y luego, sudaditos los dos, riéndose sin saber bien por qué, se retiraron de la pista de baile. Marian le dijo a Antonio que eran más de las doce y que tenía que irse a casa. Antonio se ofreció a acompañarla. Sí, accedió Marian, pero con sus amigas. Así hicieron. Marian se las presentó una a una, pero él sólo tenía ojos para Marian. Era pequeñita, morena, de cara redondita, de labios frescos y carnosos, usaba gafas, de eso se acuerda perfectamente. Y vestía unos pantalones blancos muy ceñidos. De eso también se acuerda perfectamente. Y de la camiseta que vestía. Una camiseta azul celeste de manga corta que llevaba escrito en rojo una curiosa máxima: “Yo y tú”. Nunca se le olvidará.
Se despidieron y quedaron en verse al día siguiente en el baile.
Aquella noche Antonio no pudo dormir. El rostro infantil de Marian invadía sus pensamientos hasta embotar su entendimiento. Estaba enamorado de aquella chiquilla. Lo sabía. Y durante toda la noche estuvo pensando en ella. A ratos le parecía irreal. Como que su imagen no existía de verdad, que eran imaginaciones suyas, que aquella niña la había soñado. Se hizo de día y se levantó de la cama sin haber podido pegar ojo. Su pensamiento seguía atrapado por el recuerdo de Marian. Marian, siempre Marian. Y repetía en silencio su nombre una y otra vez, y cada vez que lo pronunciaba más se daba cuenta de que aquel nombre sabía a amor.
Antonio había acabado quinto de bachillerato y ahora, en verano, trabajaba en una tienda de regalos. Aquella mañana fue a trabajar con desidia, con ansia de que pasase pronto la jornada para ir al baile. Allí estaría Marian.
No tuvo fuerzas ni para comer. El amor le había sorbido la voluntad. Y así, poquito a poco, se hizo la hora del baile.
Cuando llegó a la plaza, la orquesta estaba interpretando “Recordando a Glenn”, una canción de Miguel Gallardo que por aquellas fechas era todo un éxito. No lo hacía mal del todo. Pero eso no era lo que le importaba. Lo realmente importante ahora era encontrar entre la gente a Marian. Y Marian apareció. Se saludaron con cierto aturdimiento. Y al rato ya estaban bailando agarrados al compás de la canción “Ayudadme”, que en la voz de Camilo Sesto, era el actual número uno en las listas de ventas. No pararon de contarse cosas al oído mientras movían lentamente al unísono sus dos cuerpos abrazados. Antonio cogía a Marian de la cintura sin tocarla apenas. Con una dulzura y suavidad tal que diríase que el cuerpecillo de Marian era de frágil porcelana. Marian había puesto sus manos en los hombros de Antonio y había apoyado su cabeza ligeramente sobre su pecho. Bailaron unas cuantas piezas y después se retiraron de la pista de baile. Aquella noche la luna brillaba radiante en medio de la clara noche estival. Antonio le propuso a Marian pasear por el muelle. Marian accedió. Los dos iban muy juntitos, casi se rozaban; Antonio se sintió tentado de cogerle la mano a Marian, pero no se atrevió. Las barcas de pesca, serias y rígidas, cabeceaban pesadamente amarradas a la riba. Entre ellas Antonio descubrió la barca de su padre. Marian quiso subir a la barca, y así lo hicieron. Se sentaron en la proa. El suave balanceo de la embarcación iba al compás del tenue murmullo de las olas al acariciar la panza de los buques. Hablaban de qué canción sería la canción del verano. A ella le gustaba “La fiesta de Blas” de Fórmula V. A él le parecía que la mejor canción era una que acababa de sacar Manolo Galván que se titulaba “Te quise, te quiero y te querré”. Ella se le quedó mirando y le dijo que no conocía el tema pero que el título le parecía una premonición. Y entonces fue cuando Antonio, casi sin querer, tocó la cintura de Marian. Y la encontró infinitamente tierna y sedosa. Apartó de inmediato su mano, pero Marian, ante el estupor de Antonio, le sujetó su mano y la volvió a colocar sobre su cuerpo. Antonio sintió algo que nunca había sentido. Y cuando miró a los ojos de Marian para decirle algo, se dio cuenta que tenía dificultad en articular las palabras. La emoción le había atenazado la razón. Y Marian se le acercó hasta su boca y Antonio y Marian juntaron sus labios en una acción parecida a un beso. Entonces oyeron gritos y risas. Eran las amigas de Marian que llegaban. La llamaron y Marian se deshizo de Antonio y, ágil como una ardilla, saltó al muelle. Antonio le siguió cansino. Se iba a casa. Ya era la hora.
Y entonces, cuando ya Antonio estaba seguro que aquella niña que estaba sobre el muelle riéndose con sus amigas sería su amor, entonces fue cuando se rompió todo. Marian se le acercó acompañada por dos de sus amigas y le dijo que se iba. Que mañana se iba a Madrid.

Continuará...

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