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Una presencia en el día de difuntos

A Pablo no sabía bien por qué razón no le gustaba quedarse solo en casa el día de difuntos. Pero como tampoco le gustaba ir al cementerio, se fueron su mujer y sus dos hijos al cementerio y se quedó solo. Se puso delante del ordenador y empezó a navegar por Internet. La habitación estaba en silencio. Desde la calle le llegaban sonidos de imprecisa naturaleza. Nada parecía perturbar aquella soledad silenciosa.
De pronto sintió algo a su espalda. No sabría precisar si era un ruido o algo parecido. Pero estaba seguro de que algo había detrás de él. No se atrevió a girar la cabeza por miedo. Y siguió pasando pantallas en el ordenador como un poseso. Recordó que en casa no había nadie más que él, y esto siempre le había puesto un poco nervioso. Pero a su edad, pasados los cincuenta, eso no era más que una chiquillada. Los fantasmas y los espíritus no existían. De pequeño no lo había tenido nada claro, pero ahora...
De todas maneras podría jurar que junto a él, a un palmo de su cogote, había alguien. Ahora podía distinguir perfectamente su respiración. Y mientras notaba que una gota de sudor se deslizaba por la sien, intentó sosegarse. Imposible. Una presencia se estaba manifestando a su espalda. Y Pablo no tenía valor para plantarle cara. Seguía con la cara pegada al ordenador como buscando una ventana por donde escapar. Estaba seguro que lo que había a su lado le era familiar. Lo sabía por el olor. Era aquel olor que siempre notaba en el ambiente cuando de pequeño entraba en casa de su tía Adela.

Ahora podía adivinar claramente que unos pies se arrastraban por encima del parqué. Iban y venían. Se acercaban y se alejaban. De pronto silencio. Solo se oía el inquietante pálpito de un aliento cercano. Pablo sudaba a mares. Los dedos le temblaban. Su mente se nubló. Y armándose de valor se propuso girarse y darse cuenta de que todo esto que estaba pasando no era real, sino que todo eran imaginaciones suyas.


Y entonces se giró, y…..AAAAHHHGGGGGG!!!!!!!.......

Un "no post"




Estoy solo en casa frente al ordenador. Me he puesto la música, como siempre. Hoy tocaba Pink Floid… Intento escribir un post, pero no puedo. Estoy inquieto. Quiero concentrarme, pero mi mente está abierta de par en par; y a ella fluyen llegados de todas partes confusos parloteos que no hacen más que confundir mis intenciones. Siento la música plácida de “Shine on you crazy diamond” y me dejo llevar por ella, pero no sé qué escribir. La blanca pantalla de mi ordenador parece quejarse de mi falta de inspiración. Y cada vez está más pálida. Más vacía. Mis dedos están torpes y teclean palabras anodinas que construyen frases sin gracia alguna.


Intentaré dirigir mis pensamientos hacia lugares y tiempos felices y feraces. Sí, eso haré. Pero no hallo más que divagaciones aburridas y fútiles reflexiones. Nada me satisface. Solo el sincopado tema musical de los Pink Floid alegra mi espíritu y me induce a seguir buscando las palabras oportunas.


De pronto, perdido en este infinito mar de la sequía de palabras, me siento seducido por ella. Esta aridez me proporciona una extraña confusión que me hace apartar mis dedos del teclado y sumirme en un letargo vivaz.


Otro día escribiré un post…

La firma



Una tarde miraba los libros que tengo guardados en un baúl del trastero. Siempre me ha gustado revolver el pasado, no me conformo con soñarlo, a veces, siento la necesidad de palparlo. Por eso disfruto revisando mis manuscritos y mis libros añejos. Soy feliz oliendo el sabor a tiempos pretéritos… ese olor inconfundible que llevan escrito en sus entrañas las hojas marchitas y macilentas de los vetustos libros que épocas pasadas brillaron rutilantes en un escaparate o en una estantería de mi casa, y hoy duermen sumidos en un casi diría cruel olvido.
Llegó hasta mis manos una libreta de cuando era un adolescente. Era un cuaderno de matemáticas de tercer curso de bachillerato. El polvo cubría sus hojas infundiendo en aquellos pardos papeles una manifiesta gravedad. Como quien desempolva un cofre de un tesoro, limpié las tapas y las hojas de la libreta. Miré la caligrafía vivaracha y atropellada que observaba aquel chaval que fui. Leía con delectación aquel legajo que tenía entre mis manos cuando al pasar una página me encontré con un montón de firmas mías. Y digo mías porque eran casi iguales a mi firma actual. Estudié las firmas y vi que la de hoy es más estilizada, menos barroca. Más simple, no tan farragosa… Pero en el fondo es la misma firma. Solo que el paso implacable del tiempo ha ido afinando la nota hasta convertirla en la firma firme de mis últimos treinta años. Una firma que alcanzó su adultez hace varias décadas y que desde entonces no ha variado ni un ápice. Ni pienso que ya lo haga.
Gracias a aquella libreta acerté a saber en qué momento de mi vida opté por esta rúbrica y aquellas ilegibles palabras que componen mi signatura. Y de eso hace unos cuarenta años.

¿Y vosotros, os acordáis de cuando adquiristeis la firma que tenéis ahora…?

Síndrome de abstinencia


Aquella mañana Jorge salió de su casa con la prisa metida en el cuerpo. Eran ya las ocho menos cinco. Tenía el tiempo justo de tomar el autobús de las ocho, para, con un poco de suerte, llegar al trabajo a las ocho y media.
Cuando llegó, ya estaba allí el autobús. Subió y se sentó junto a una señora de mediana edad que, muy seria, miraba hacia ninguna parte. Dentro del autobús nada es definitivo, todo es un puro trámite: las caras desconocidas, los viajeros atribulados, las personas raras, incluso las chicas guapas… Esto pensaba Jorge cómodamente sentado en su asiento. Su mente estaba tranquila y sosegada. En cada parada se renovaba medio autobús, gente que subía y gente que bajaba. El seguiría hasta el final. No había prisa.
Como quien no hace la cosa se palpó mecánicamente el bolsillo de su pantalón. Y de pronto dio un respingo. Su mano fue frenética hacia el otro bolsillo. Tampoco. Tampoco estaba ahí. Se quedó mirando al frente absorto en sus pensamientos. Solo fue un instante. Rápidamente abrió la cartera y revisó atolondradamente su interior. Nada. Allí tampoco estaba. Su cara palideció mientras su frente aparecía perlada de gotitas de sudor frío. Se sintió perdido. No había escapatoria ni solución posible. El autobús ya estaba llegando al punto de trabajo. Se aflojó el nudo de la corbata y se desabrochó la chaqueta porque tenía calor. Una sensación de ansiedad horrible le atenazaba y no podía estarse quieto. La señora que tenía a su lado le miraba de soslayo. Se sentía observado y esto aún le ponía más nervioso. Se imaginaba en su delirio que estaba metido en una pecera donde veía la vida pasar, pero donde no existía la posibilidad de comunicarse con el resto del mundo.
El autobús llegó a final de trayecto. Jorge no tuvo más remedio que bajarse. Comprobó que las piernas le flojeaban y el sudor chorreaba ahora por su rostro. “Así no puedo ir a trabajar”, pensó. Pero sacó fuerzas de donde no había, y, palpándose los bolsillos de los pantalones y de la chaqueta como un poseso una y otra vez, llegó hasta su lugar de trabajo. Estaba peor. Comprobó que tenía dificultades al articular las palabras cuando intentó dar los buenos días a la recepcionista. Un compañero de trabajo se le acercó y le preguntó si se encontraba bien. Jorge con un hilo de voz dijo que no estaba muy bien. Y mientras se revolvía los bolsillos con desesperación, acertó a decir entre lágrimas “Necesito ayuda…”
Se acercaron un par más de compañeros y rodearon a Jorge. Jorge se sentó abatido en un sillón mientras se tapaba la sudorosa cara con las manos.
Alguien dijo: “¡Hay que llamar a un médico!” Entonces apareció el director y tomó la palabra mientras todos se apartaban dejando frente a frente al director con Jorge.
-¿Qué le pasa Rodríguez?
Y entre sollozos dijo:
-Es que he salido de casa ¡sin el móvil! ¡Me lo he dejado en casa! ¡¡Voy por el mundo sin móvil!! ¡Nunca he estado tanto tiempo sin el móvil, me siento solo! ¡Ayuda…!

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