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La araña municipal




Fue en Plasencia, lo recuerdo bien. Era una tarde de mucho sol. Tal vez era verano. Cuando llegamos a la ciudad, buscamos el centro y fuimos a parar a la plaza del ayuntamiento. Buscábamos un sitio para aparcar y no lo encontrábamos. Y justo allí a escasos cincuenta metros de la entrada principal de la Casa Consistorial había unos cuantos aparcamientos vacíos. Era raro, porque la gente andaba como nosotros buscando sitio donde aparcar. Paré el coche y miré si había alguna señal de prohibición o restrictiva, y no hallé nada que impidiera el aparcamiento. Entonces miré hacia ambos lados por ver si había algún guardia, y sí, había uno justo a nuestro lado, a un tiro de piedra. Me sentí reconfortado. La actitud de aquel policía municipal nos sacaría de dudas.
Aparqué. Y salí del coche. Inmediatamente mi mirada se dirigió hacia el municipal que estaba merodeando por las inmediaciones de la entrada del Ayuntamiento. Nada. No nos dijo nada. Entonces, intuí, nada malo habíamos hecho.
Nos fuimos a pasear por el pueblo un par de horas y al regresar vimos que había una nota en el limpiaparabrisas. ¡Era una multa por mal aparcamiento! Y la hora de la multa era justo cuando dejamos el coche. Fue sin duda aquel municipal que nos estaba mirando y que no nos advirtió de nada el que nos la impuso. No daba crédito. Yo pensaba que si aquel sitio no era apto para aparcar, el urbano nos lo habría hecho saber, pero al no decirnos nada, pensé que actuaba de forma legítima. Nos engañó. Estaba como una araña esperando que alguien cayera en su tela de araña. ¿Quién sería la próxima víctima?

La esquela



A las cinco y media llegó Juan del trabajo. Le sorprendió encontrarse la casa vacía. Normalmente, cuando esto sucedía solía encontrarse alguna notita pegada en la puerta de la nevera. Pero aquella tarde no había notitas. Era extraño, muy extraño que no estuviera ni su esposa ni sus hijos en casa a estas horas. Intentó tranquilizarse pensando que habrían bajado un momento a la farmacia o a la verdulería, o que tal vez estarían en casa de los abuelos y que enseguida vendrían.
Encima de la mesa de la cocina había un periódico. Era raro porque normalmente era él quien compraba el periódico y aquel día aún no lo había comprado. Lo cogió, se sentó y se puso a leer el periódico más que nada para hacer tiempo hasta que vinieran su mujer y sus dos hijos.
Pasaba las hojas rápidamente, leyendo solo los titulares. Y de pronto en el apartado de necrológicas encontró algo que le hizo dar un vuelco el corazón. Lo leyó otra vez; no era posible lo que estaba leyendo. Su nombre aparecía en una esquela.
Leyó la esquela esperando encontrar algo que no cuadrara con su personalidad:

“Juan Canedo Ríos
Director de la Editorial Canedo Libros
Ha fallecido en Barcelona a la edad de 40 años el día 16 de enero de 2013. Su esposa, María Luísa. Hijos, Iván y Vanesa. Padres Antonio y Vicenta. Hermanos Antonio y Adela. Padres políticos Fernando y María. Cuñados y demás familia lo comunican a sus amigos y conocidos y les ruegan un recuerdo en sus oraciones. La ceremonia tendrá lugar hoy día 17 de enero a las 17 horas en la capilla del Tanatorio El eterno descanso”

Juan quedó lívido. Todo cuadraba con su personalidad. Todo. Pero no era posible…
Cogió el teléfono y marcó el número del móvil de su mujer. Estaba apagado. Hizo lo mismo con el de su hijo. Estaba apagado. Sintió que la ansiedad le corroía el alma. Fue a las páginas amarillas, y sin saber bien por qué, buscó el teléfono del tanatorio “El eterno descanso”. Llamó al tanatorio. Un señor con voz cálida y gesto grave le cogió el teléfono. Juan no sabía por dónde empezar. Y preguntó por su mujer, María Luisa, su interlocutor le dijo que no la conocía. Y entonces se atrevió a preguntar si allí ahora estaban celebrando alguna ceremonia. “Sí, -le contestó taxativamente. -Se trata del editor Juan Canedo Ríos”. Juan colgó el teléfono.
No podía dar crédito a lo que estaba pasando. Y, si era verdad lo de la esquela… y si estaba muerto de verdad y todo lo que estaba viviendo no era más que un sueño. Empezó a sudar a raudales.
Se fue a la cocina y miró en derredor. Le llamó poderosamente la atención un cuchillo largo y fino que usaban para cortar el jamón. Y entonces tuvo un mal pensamiento… 

cincuenta y cinco años



Son las cinco de la tarde. Estoy sentado en mi sillón favorito. Tengo un libro entre las manos. Pronto llegará mi mujer del cole. A lo mejor también viene mi hija con la perrita. La música suena suave y cálida.
Oigo un murmullo en la puerta, son ellas, ya están aquí. La perrita llega corriendo y de un salto se coloca sobre mis piernas. Mi mujer está bella como si el tiempo no pasara por ella. Mi hija sabe administrar su juventud y se ve radiante, alegre y guapísima como siempre.  Es hora de merendar. Nos vamos a la cocina. La perrita menea la cola. Está feliz de vernos a los tres juntos; y, además, porque sabe que algo le vamos a dar de comer. Esta vez ha sido un mendrugo de pan duro. Lo ha roído con fruición durante un buen rato mientras nosotros nos tomábamos nuestro café acompañado con unos trocitos del roscón de reyes que sobró.
De pronto, mi mujer, Sole, se me acerca con esa sonrisa infantil, medio apretando los dientes y esbozando un largo y travieso mohín que ella solo sabe hacer y me rodea con sus brazos ofreciéndome su boca húmeda. Me da un beso sincero. Y después me dice: “Felicidades viejito…” Mi hija nos mira y se ríe…
….Ha sido el mejor regalo que he podido recibir en mi cumpleaños.

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