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La noche anterior


Cuando Alberto se despertó, un débil rayo de luz penetró en la penumbrosa habitación donde dormían él y ella.
Se giró. Ella aún dormía. Miró su cara. Su cara era apacible. Tierna. Mimosa. Se fijó en sus labios. Eran carnosos y sanguíneos. Y ahora dibujaban una tenue mueca de paz y felicidad. Miró su pelo. Era negro y espeso. Ahora estaba enmarañado y tapaba sus ojitos cerrados.
Alberto no quiso despertarla. Prefirió recordar la noche anterior.
Recordó los besos. Se besaron como si aquella noche fuera la última. Se dieron mil besos. Le dolía la boca de tanto besar, pensó. Se acordó de la voz entrecortada y voraz de ambos al decirse “te quiero” entre beso y beso. Y recordó la furia con la que se quitaron la ropa. Y la belleza del cuerpo semidesnudo de ella, de pie delante de él. Y de cómo él se agachó y de dos dentelladas le arrancó las breves braguitas de color rosa que quedaron desgarradas entre los pies de ella. Las manos de Alberto volaban ansiosas acariciando nerviosamente su femenina y caliente piel. Recorrió varias veces el cuerpo desnudo de ella hasta que se dejaron caer abrazados sobre la cama. Allí se amaron sin medida. No sabría decir cuánto tiempo pasó, porque el tiempo allí se paró para él.
Alberto estaba pensativo. Oía el rítmico y suave respirar de ella, que se mezclaba con unos tibios gorjeos de algunos pajarillos que aleteaban frente a la ventana. Volvió su mirada hacia ella. Deseó que todas las noches fueran como aquella. Pensó que él haría lo posible para que así fuera. Y así sería. De ello estaba seguro.
Mientras esto pensaba, ella abrió los ojos.
-Buenos días cariño, ¿has dormido bien?- Le preguntó Alberto.
Ella se le quedó mirando un rato sin hablar. Y entonces le preguntó:
-…Oye aún no me has dicho cómo te llamas…



El libro perfumado


Yo no creo en los duendes. Ni en los trasgos. A mí, en cambio, me fascina el misterio profundo y los vericuetos ambiguos y perfumados que dejan a su paso las personas enamoradas.
No es magia. Es amor.
Es probable que solo ciertas personas sean sensibles a estos efluvios amorosos. Tal vez la locura tenga que ver con ello. Nadie está más cuerdo que un loco enamorado. Pero eso la gente no lo sabe. La realidad cobra sus impuestos emocionales y destruye la libre vida de la imaginación amorosa. A lo mejor tenía razón Lennon cuando dijo aquello de “nada es real”.  Pero yo diré que la realidad sí que existe, solo hay que creer en ella.

Un día, no hace mucho, la semana pasada, cogí uno de mis libros favoritos de la estanteria, y al abrirlo, una explosión de mimosa fragancia con sabor a jazmín inundó mi ser. Entonces supe que ella había leído aquel libro. Creo en el amor.  

La copa de cerveza


No le apetecía escribir un nuevo post. Apagó el ordenador y se fue a la cocina. Una cerveza me hará bien. Eso pensó. Abrió la nevera y se sirvió una copa a rebosar de cremosa cerveza. Cuando acabó de escanciar el espumoso líquido, se quedó mirando la cerveza. No dijo nada. Su compañera, más bien diríase su amante, estaba en el salón leyendo un libro totalmente concentrada en su lectura. Es lo que tienen los libros, que no hay quien los pare cuando atrapan a un lector o lectora entre las fauces de sus líneas. Su amante estaba, pues, presa de una historia. No le importó saber de qué iba la historia.
La cerveza se veía fría. Apetitosa. Crujiente como el otoño que caía suave sobre la ciudad.
Me la voy a beber de un trago. No. La voy a saborear como hacen los buenos bebedores.
Dudaba.
La duda, dicen, es un buen síntoma. No quiso ahondar más en esa estúpida sentencia. ¡Qué sabe nadie…!
Su amante seguía en silencio. Su cerveza languidecía frente a él menguando su fulgurante borboteo a ojos vista. No quiso esperar más. Cogió la copa con una mano y sintió el refrescante tacto del cristal bañado en tostado alcohol. Lentamente y con infinita fruición puso los labios en el vidrio… y entonces oyó una voz que venía del salón:
-Cariño, estás ya empezando a hacer la cena… ¡sabes que hoy te toca a ti…!

  

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